Dejé para el final la más hermosa de las emociones vividas durante mi estadía en Salto. Tiene que ver con la imagen luminosa de la Virgen y el Niño.
El ocho de Diciembre es el día de la Inmaculada Concepción. Donde hoy es la Regional Norte de la Universidad, estaba la casa en que se desarrollaban las actividades del Seminario. Como casi todas las de esa época, la casa tenía un patio con magnolias. A estas servían de marco una sucesión de columnas de hierro que sostenían el alero del corredor. Bajo ese alero, entre dos macetas blancas llenas de flores, descansaba un cuadro con una imagen en tamaño natural de la Virgen con el Niño en brazos. A nosotros nos dieron a cada uno una brazada de flores, todas blancas, para llevarlas como ofrenda y depositarlas a los pies de la imagen. Era un día maravilloso de Diciembre. Recuerdo el cántico. «Venid y vamos todos con flores a porfía; con flores a María, que madre nuestra es». Yo llevaba azucenas; un compañero a mi lado nardos. Era un perfume mareante, al que asocio siempre con aquella imagen. Cuando nos acercamos a dejar las flores a los pies de la Virgen, la vi envuelta en luz. No fue una visión mística; sentí el deseo de reclinar mi cabeza de niño en su regazo para que me acariciara. Tampoco creo que Freud y sus teorías tengan nada que ver con eso. Me lo expliqué cuando ya grande, leí la partida de defunción de mamá. Murió a los treinta y seis años de tuberculosis pulmonar, la enfermedad de la época. Por eso en los borrosos recuerdos que de ella tengo, siempre estaba en la reposera; nunca me veo en sus brazos. Me imagino la angustia de la pobrecita, a la que estaba vedado el darme el pecho, besarme o acariciarme. Estoy seguro que esa es la explicación. En ese momento especial, nimbada de luz y rodeada de cánticos y flores encontré una mamá glorificada.
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