Antes mencioné a Don Domingo Storti. Era un italiano propietario del comercio más grande del pueblo. Su sobrina era madrina de Adela, y ahí fue Adela a trabajar. Muchas mañanas yo iba a cebarle mate; era incansable. Podía seguir tomando eternamente.
Doña Plácida, su esposa, lo trataba de Ud. y lo llamaba el patrón. Que me contás; uno piensa si en todas las circunstancias habría tanto respeto. Lo recuerdo deshaciendo naranjas pasadas de maduras estrujándolas con sus manazas para sacar las semillas. Me quedó grabado lo que dijo y como lo dijo: «A tutti le gusta comere la naranca ma a nessuno le gusta plantare la naranca. Piénsano solo en eyo ma non piénsano en los hicos.» Era un hombre de mucha edad, al que le quedaba seguramente poca vida. No tenía hijos; sin embargo miraba el futuro pensando en los demás.
Tenía un Ford a bigotes; no quieran saber lo que era el tano al volante. Un día, después de una lluvia abundante, decidió ir hasta una chacra cercana de su propiedad, creo, “per vere a lo bueyes baroso”. Eran barrosos, un color oscuro particular. Se imaginan los caminos; el agua no dejaba ver los pozos. Don Domingo le bajó el bigote a la cachila, (era el acelerador de mano), y no lo levantó hasta llegar a la chacra. Rita, la sobrina nieta y yo, ella mucho menor, íbamos atrás. Mire que esos fordcitos eran altos; la capota estaba a más de un metro; sin embargo, a mí me dolía la nuca de los cabezazos contra el techo. La pobre Rita de los nervios era una sola carcajada.
El portón de entrada de la casona era enorme. Sin embargo mostraba las heridas ganadas en cien batallas libradas por don Domingo para entrar o salir. «¡Ma caraco! Otra vese me yevé lo portone por adelannnde.» Sus estornudos eran famosos en el pueblo. Quien sabe con que carga de ilusiones se vino a L’américa. Mal no le fue.
La vieja casona estaba construida en L, con un corredor continuo de columnas de madera y un aljibe enorme en el patio. Antes que el agua corriente llegara al pueblo, (cuando eso sucedió yo ya no estaba) había en ese patio un gabinete que oficiaba de cuarto de baño. La ducha era un tanque de chapa galvanizada, pienso de unos veinte litros con una especie de flor de regadera soldada a su fondo.
En verano agua fría, en tanto en invierno, el agua caliente era suministrada por el tanque incorporado a una enorme cocina de hierro siempre encendida. Primero a jabonarse con el agua de una palangana; y luego, para el enjuague, tirando de una cuerdita, se abría un grifo que dejaba correr el agua de la ducha. La verdad, lo que se dice un yacuzzi, (¿se escribe así?) no era.
Todo el frente estaba destinado al comercio. Depósitos con tapa para arroz, yerba, porotos, fideos, café etc. Todo lo que formaba una mezcla de olores que por años, cuando en Montevideo quedaban almacenes a la antigua y entraba a alguno, me traía la imagen de gurisitos de cinco o seis años que llegaban con sus maletas, (son dos bolsas alargadas unidas en las bocas, que se colocan sobre la montura de manera que quedan una de cada lado del caballo), a buscar las provisiones.
Venían de las chacras, ataban el caballo al palenque, entregaban el papel con el pedido y volvían al tranco de su caballo, a veces un burrito, con el encargo en las maletas. Cada integrante de la familia tenía sus obligaciones. La mujer, además de tener y criar hijos para la patria y cumplir con las tareas cotidianas hogareñas, cuando era necesario, no siempre, ayudaba en la chacra. La nena más grande, a cuidar los hermanitos; y estos después de la escuela, hacer mandados y según sus fuerzas colaborar en lo que fuera. Eran tiempos heroicos para los habitantes de la campaña.
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1 comentario:
Sigo leyendo, con gratitud, su magnífica prosa.
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