De vuelta al pueblo. Esta vez en ferrocarril. Mi ansiedad por llegar, ponía música en el rítmico traqueteo de los vagones. Luego la llegada a la vieja estación, donde muy chiquito vi mi primer tren. Entonces me pareció un monstruo que resoplaba, escupía humo y se te venía encima. Flor de susto. Ahora en cambio, el que llegaba era un veterano y experimentado viajero.
Y otra vez en el viejo y añorado pueblo. Al día siguiente le pedí a Adela para ir hasta el río. Me sorprendió que me dijera de entrada que sí. Por eso me acuerdo. El Seminario me había acostumbrado a los no. Y allá me fui, a ver el puertito, y río arriba la desembocadura del Cuareim, que al volcarse en el río padre lo ensancha transformándolo, para quien lo mira a la distancia, en un enorme espejo brillando al sol. Y del otro lado, iluminada por ese sol que salpicaba la corriente rumorosa del viejo Uruguay con chispas deslumbrantes, la costa argentina. La misma costa frente a la que habíamos ido en manifestación a babosear a los correntinos cuando les ganamos el mundial del treinta. Ese día estaba todo el mundo en el comercio de Porta. Había creo solo dos radios con parlantes en todo el pueblo. Terminado el partido, al puerto con banderas, cornetas y banda de música. Que malditos. No se veía un solo correntino. Monte Caseros estaba muerto. Eso había sido dos años atrás.
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