Y nació Liliana; un parto largo y dificultoso. Ya escribí de su propensión a romper corrales con la cabeza. Lo que no dije es que mujer al fin, no era amiga de ocultar sus conocimientos. Antes de los cinco años ya leía; entonces, cuando esperábamos turno en la mutualista me decía al tiempo que miraba a su alrededor y alzaba la voz para que la oyeran: «alzame que te leo loz nombrez de loz doctorez». Habrán notado que era zezioza. Cuando los leía, miraba de reojo a las buenas señoras que movían la cabeza y decían; ¡ah! que divina.!
Como teníamos que llevarla a la playa todos los días decidimos comprar un auto. Y lo compramos nomás. Auto es un decir; era una camionetita Crosmobile que cuando no saltaba la tercera rompía la directa. Lo único que no hacía ruido era la bocina; y tenía una suspensión que cuando te bajabas el hígado andaba por la nuca. Pero la disfrutamos como a ningún otro después.
Antes de tenerla, la Yaya hacía todas las tareas hogareñas en la mañana; al fin y al cabo no eran tantas. Preparar al Santi para la escuela, el desayuno para Liliana y para mí, cocinar, lavar, (lavadora de dónde ), limpiar la pieza y la cocina, hacer los mandados, (yo estaba en el ensayo,) y cuando llegaba, poner la mesa, servir la comida, luego lavar los platos, aprontar a la nena y caminar cuatro cuadras a esperar el 112 para ir a playa Verde. Verdaderamente, no sé porqué se cansaba tanto.
Y aunque parezca mentira, por primera vez, a los diez años de casados, salimos de vacaciones. Ovidio alquilaba un departamento en Piriápolis y nos lo ofreció generosamente.
Y allá fuimos; creo que por una semana. Todo un acontecimiento. No olvidemos que las vacas no eran tan gordas. Primero la pieza, luego el terreno, los gurises la casa y el auto, no costaron sangre ni lágrimas, pero si sudor. A mares. Otra que championes de marca y perfumes franceses. Así que cargamos las cacharpas, entré a saco en la quinta; también me dedicaba a la horticultura, y llevamos chauchas, zapallitos, lechugas, tomates y hasta acelga; la cuestión era abaratar la estadía.
Nos hicieron unos días preciosos, el departamento estaba sobre Piria, a unas cuatro cuadras de la playa. Todavía el cerro del Toro no nos era familiar; era todo un espectáculo verlo envuelto en la niebla matinal, y, un poco más lejos, la cruz del Pan de Azúcar, a la que embellecía el misterio de lo desconocido. La pasamos de primera. Todavía pasaba el trencito de Piria. Al retornar, Liliana venía dormidita; se despertó en casa, miró para todos lados y; «¡yo quiero ir a Piriápolis!» Felizmente después pudo ir bastante.
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