Y a la siguiente etapa. Un pariente me consiguió trabajo en la Kasdorf, reparto de leche y subproductos. $30 por mes. Barbaridad. Coincidió con mis diez y siete años, y fue realmente una época intensamente vivida. Guerra de España, manifestaciones impresionantes; la gente era solidaria con la República. Se donaba un jornal por mes; la ración del miliciano.
Mi radio de acción era de Andes a Ejido y de Colonia a Cerro Largo. Las calles; no los departamentos. El reparto lo hacía en un triciclo que en los repechos me dejaba de cama, o con un carrito de mano de tres ruedas; en las bajadas metía una en la vía, (había tranvías, claro), afirmaba un pie en el soporte de la trasera, y me dejaba llevar. Te imaginás ahora por Mercedes o Colonia. La Kasdorf estaba en Uruguay casi Paraguay‑ y por Paraguay entre Uruguay y Mercedes, la Casa del Pueblo. Ponían en el frente carteleras con el Sol, el periódico del Partido. Yo me paraba a leer los editoriales de don Emilio Frugoni. A esa edad, con el fascismo atacando a la república Española, sinónimo de libertad, y la dictadura de Terra, (dictablanda le decían), uno sentía la necesidad de ser protagonista, como dice el Pulga, de la hora crucial de la historia. A los diez y siete años, no conocemos en su totalidad al género humano. Por suerte. Entonces ingenuamente pensamos: La gente es a veces egoísta e indiferente porque no está informada. Cuando conozcan lo que es el socialismo, el mundo va a ser una maravilla. Y me puse a trabajar con los jóvenes del Partido. Se había llamado a elecciones; el Batllismo y el Nacionalismo Independiente se abstuvieron. El Socialismo presentó candidatos y proclamó a Frugoni. El comunismo lo apoyó. Salíamos de pegatina; preparábamos el engrudo con harina y soda cáustica. Al regreso en la madrugada, en una olla grandota, panchos calentitos. Casi tan calentitos como nuestros sueños e ideales.
Y fuimos a la proclamación en el Stella D’ltalia. Discursos incendiarios, y a la salida plenos de fervor libertario, a manifestar. Cuando llegamos a Diez y ocho, nos esperaban los coraceros; las manifestaciones estaban prohibidas. Recuerdo que habían sillas desarmables recostadas a los árboles como para un desfile. Que los parió; me parece que los veo atropellar con los caballos sable en mano, (carabina no tenían) y a nosotros protegemos detrás de las sillas. Un oficial agarró a un muchacho y le dijo; a ver hijo de puta, gritá ahora. Y gritó nomás. ¡Abajo la dictadura!. El milico lo soltó y le acomodó el sable en las costillas. Pero nada más. Si hubiera sido en la dictadura de verdad, pobre gurí. En ese entonces era más bien un deporte gritarles a los milicos y tratar de que no te agarraran. No habían gases ni tiros; te reventaban a sablazos si te alcanzaban. No había otras consecuencias Así que ahí empezó mi militancia.
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