ACLARACIÓN

Creo que publicar esto era ya como una obligación. Mi papá nació en 1920 en un perdido y pequeñisimo pueblo en la frontera con Brasil que se llama Bella Unión. Mi papá solamente cursó hasta 3er. año de escuela primaria. Mi papá hizo muchísimas cosas, tantas que no las conozco todas. Fue herrero, mozo en un bar de putas, repartidor de leche, constructor de casas de chapa y madera y gran bailarín de tango. Entre otras cosas fue un gran flautista y la mejor persona que conocí. En los 90 papá escribió sus memorias y las publicó y fue a partir de ahí que a mí se me dio también por escribir. Ahora que lo releo, me doy cuenta de que estoy muy influido por su forma de escribir y por su forma de mirar. Y por su forma de todo. Rómpanse la cabeza para explicarse cómo el viejo, que solo hizo 3 años de escuela puede escribir así. Mi papá tiene ahora 87 años y es sorprendentemente joven y afortunadamente nos seguimos emborrachando juntos.

Abro este blog con el único propósito de poner a disposición de mis amigos blogueros el libro de recuerdos de mi padre.
Así que no va a ser un blog típico, ya que probablemente sólo tendrá una gran entrada con la historia de este personaje que es mi referente en todos los planos de la vida.
Quizá a muchos no interese esta historia simple de un hombre nacido en 1920 en un perdido pueblito de la frontera entre Uruguay y Brasil. Pero a otros seguro que sí. Es la historia de un self-made man a la uruguaya y la historia de miles de hijos de inmigrantes, porque acá supimos recibir oleadas de europeos en otros tiempos, no como ahora, que sólo sabemos irnos...
Dividí el libro en entradas que no son necesariamente capítulos. Algunas un poco largas.
De cualquier modo, si tienen ganas, aunque solamente lean fragmentos, no dejen de comentar. No sean haraganes, córranse hasta el final y dejen su comentario.
El viejo lo va a disfrutar y seguramente lo festejaremos con algún vinito o alguna grapita con limón.

El Santi

lunes, 3 de marzo de 2008

LA DEPRESION, PASCUALITO, LA PROSODIA Y LA PUTA VIDA...

Pero no todas eran flores. La depresión estaba en lo más duro. Supongo que por eso nos mudamos de casa; debía ser más barata. Una casilla como las de Jacinto Vera a los fondos de lo de don Felipe, tío de la Yaya. Ahí fue donde la conocí, mucho después. Era sobre la calle J. R. Gómez, donde hoy está el laboratorio Schering. A treinta metros de lo que ahora es la Av. Centenario; en ese entonces el campito de Pérez.
Una tarde me acerqué a una barra que estaba jugando al fútbol. Un gurí de unos nueve años estaba con el pie sobre la pelota. Alguien dijo; cantá, Pascualito. Y cantó. Barrio, plateado por la luna, etc. De ese entonces hasta hoy, no me lo he podido sacar de encima. Pero él a mí tampoco.
Por la calle Monte Caseros pasaba el ferrocarril que iba a Minas; a las seis de la mañana me despertaba con el traqueteo y el pito. El mismo traqueteo que me trajo a la ciudad y con el que soñaba volver al pueblo. Pero a todo uno se habitúa; llegó un momento en que su andar pasaba desapercibido.
Donde hoy se cruzan M. Caseros y Centenario, había una cañada con sauces a los que nos subíamos. Un día monté en una rama; se rompió y abajo. Caí agachado, y con la rodilla me reventé la pera.
Fueron épocas difíciles; la crisis era terrible. El 31 de Marzo del 33, Terra daba el golpe de estado. Me impresionó el suicidio de Brum y lo que se decía de las deportaciones a la isla de Flores. De lo demás, realmente no entendía nada.
El municipio, en determinadas esquinas colocaba mesas con paquetes de carne de un quilo más o menos, creo que a 5 centésimos. Tenías que llevar lo que te tocara. Hambre nunca pasamos; la comida era barata. Una vez por semana, iba a recoger caracoles a un cerco de enredaderas; los había a montones. Los poníamos unos días en afrechillo para quitarles el olor a yuyos, y la China los preparaba con una salsa. Quedaban riquísimos.
Una vez fui al almacén a comprar un vintén de querosene. Me dieron un cuarto litro. Si señor.

Entonces me mandaron a la escuela al aire libre; todavía está en 8 de Octubre entre L.A. de Herrera y Abreu. Estabas todo el día; tenías desayuno almuerzo y merienda. El curso más alto era quinto; ahí me pusieron. Un día se habló de gramática; yo venía del Seminario. Levanté la mano, y ante el estupor de los gurises dije: la gramática se compone de prosodia, analogía, sintaxis y ortografía.La maestra me miró como a un aparecido. La verdad, en ese tiempo, sintaxis y ortografía más o menos sabía lo que eran; pero prosodia y analogía, mmmmm. Puede decirse que hasta aquí estuve en preparatorios, como se llamaban quinto y sexto de Liceo. Me refiero a la vida; ahora ingresaba a la enseñanza superior.

Como las papas quemaban, había que trabajar, así que entré como empleado en un boliche de la calle Avellaneda y Plata; ahora Laborde, en el corazón del Puerto Rico. Se llamaba La Picada. El barrio tomó el nombre de un bailongo de hacha y tiza. Era un galpón con piso de tierra; a los milicos de la republicana les hacían dejar las espuelas afuera. Nunca lo vi por dentro; en verano lo regaban para aplacar el tierrerío,
Cuando se demolió la muralla y desapareció el bajo, las chiquilinas más baratas se fueron a ofrecer su encantos al Puerto Rico. Y ahí caí yo con mis escasos catorce años y formación seminarista. Las prostitutas me tomaron cariño; realmente, con un par de excepciones, eran buena gente. Me trataban con gran ternura; algunas se divertían haciéndome cosquillas en lugares prohibidos, y yo me encomendaba a San Luis Gonzaga, defensor de la castidad adolescente, para no pecar con el pensamiento.
Al café iban payadores, guitarreros y algún cantor trasnochado. Estaban de moda los poemas románticos en blanco y negro. Malos y buenos por unanimidad. Un payador, Clodomiro Pérez, tenía un caballito de batalla:

«Caballero del ensueño tengo pluma por espada.
Mi palabra es el alcázar de mi reina la ilusión.
Mi romántica melena así lacia y despeinada
es más bella que las trenzas coronadas de Ninón.»

Tomá pa vos. Después contaba que un primo con plata lo despreciaba por ser pobre. Era tristísimo; no te lo voy a negar. Entonces los parroquianos, codo en la mesa y cara apoyada en la mano, decían: ¡que letra.! Los parroquianos eran en su mayoría proxenetas. Proxenetas es un decir. Eran los mantenidos cada uno por su mina; a veces hacían alguna changa, y los primeros días del mes se dedicaban a desplumar milicos a la treinta y una, cuando estos venían con el sueldo a comprar amor. Les llamaban cafishios de puta pobre, y realmente lo eran.
Sin embargo, no salían a robar ni eran pendencieros. Tenían su propio código de honor. Les encantaba hablar conmigo; yo sacaba a relucir mi más florido lenguaje y hacía alarde de mi vastísima (con b larga) ilustración. Los dejaba de boca abierta. “¡Que inteligente; habla como un libro”. Y yo con expresión indiferente, interiormente me palmeaba el hombro mientras sacaba brillo a mi ego.

Un medio día estaba todo Montevideo sobre los techos. Pasaba el Zeppelin. Bueno; casi todo. Menos la señora de Don Felipe, a quien alquilábamos la casita del fondo. Ella no lo hizo pues se le enfriaba el churrasco.

En el boliche se escuchaba todo el día radio Fénix; me aprendí de memoria casi todo el repertorio Gardeliano. Y no te digo nada de carreras; sabía de montas, tiempos, pedigree y jockeys tanto como cualquier catedrático. Me junté las propinas de no sé cuanto tiempo hasta tener como para jugar un boleto, y fui a Maroñas. Y aunque no lo crean, me dejaron entrar; tenía catorce años. Y me dejaron jugar. No tiene goyete, como decía Don Felipe.
Felizmente la primera carrera era de debutantes, así que tuve que jugarles, luego del paseo preliminar, guiándome por la pinta; el mío entró segundo. Menos mal. Pero aunque hubiera ganado, las consecuencias no hubieran sido terribles; no tengo alma de timbero.
Le entregaba todo el sueldo, seis pesos, a la China; las propinas las escondía en los tirantes de un galponcito del fondo donde estaba la cocina, porque si las veía, mi hermana me las sacaba. A Pascual, que trabajaba con el padre en la Bolsa lustrando zapatos y vendiendo números de lotería, la madre, doña Nieves, también se le quedaba con el sueldo; con el agravante de que le revisaba los bolsillos. Pascual llegó más tarde a ser corredor de la bolsa de valores. Eran tiempos en que los hijos tenían la obligación, así estaba establecido, de dar lo que se ganaba como cooperación familiar. Los Sábados los padres, (en mi caso mi hermana), nos daban lo que les parecía. O lo que podían.
Entonces decidimos enterrar, como Morgan o Drake, nuestro tesoro. Después de todo, lo habíamos ganado honradamente. Hacíamos un pocito en una rinconada del campito, guardábamos las monedas y las tapábamos con una lata. Siempre las encontramos.

Un día, el clandestino del café me dice: botija; me faltan diez guitas para completar diez pesos de juego; vos ponés el número y yo la plata; si sacamos vamos a medias. Entonces me acerqué al contador de luz, que terminaba en 82. Cualquier persona normal hubiera elegido ese número. Pero estás arreglado. Se ve que San Cono me iluminó. He aquí la brillante ocurrencia. 8 ‑ 2 = 6. 6 y 2, 62. Juéguele, (en ese tiempo no se tuteaba a los mayores), al 62. Y salió nomás; el quinielero lo hizo saber Urbi et Orbi. Quedé famoso ,como diría don Verídico. Me tocaron cuatro pesos, se los mandé a mi hermana. Recuerdo que mi cuñado compró por encargo un cajón de frutillas y se ganó dos pesitos más. Con seis pesos, estaba segura la comida por quince días al menos. Para ellos; yo estaba todo el día en el boliche.
Fue una época durísima; sin embargo la gente no se tornó violenta ni agresiva. La delincuencia no aumentó. Siempre hubo robos a pequeño nivel, pero la gente no mataba porque sí. No existía la escuela televisiva entre otros factores.

Lola se ennovió con Pintos; este tenía un taller de herrería y me ofreció trabajar en él. Me pagaría cincuenta centésimos diarios; unos diez o doce pesos al mes. Además, quedaba cerca y podía ir a pie. Tenía que estar 6 y 45 para prender la fragua; la jornada empezaba a las 7. Mi obligación era mantener la higiene, alcanzar la herramienta y realizar trabajos menores.
Y casi casi la patria se queda sin un servidor. Por tercera vez. Me encontré en un rincón del taller una lamparita de auto con cables y todo.
Se me ocurrió la brillante idea de prenderla atando los cables a la llave de la fragua. Pero toqué uno de los polos y me pegó una patada que me tiró a más de dos metros. Quedé temblando toda la mañana. Que les parece si la hubiera quedado; no hubieran venido ni el Santi, ni Liliana y tampoco los nietos. ¿Se dan cuenta lo importante que ha sido para ustedes mi existencia?. Bueno; espero que la Yaya no se esté matando de risa.

Volviendo a nuestro campito; jugábamos al fútbol todos los gurises y no tan gurises del barrio; cuando había luna, hasta de noche. Esto lo anoto pues tuvo mucho que ver con mi destino. Ahí me hice amigo de Javier, hijo de quien fue luego mi maestro; eso fue más adelante.

Sobre la calle Faimalla daban los fondos de lo que era la escuela de nurses, hoy oncología. El cerco estaba compuesto por una sucesión de moreras, y bajo estas, cañas de bambú. Era el auge de las películas de Tarzán. Ahora pienso cuanto más simples éramos los gurises de ese tiempo; tremendos grandotes y nos sentíamos todos Tarzanes. Nos subíamos al primer árbol, y de rama en rama los recorríamos todos. Un día, uno de los Tarzanes le erró a la rama de turno y cayó sobre la cañas. Quedó duro. Yo tenía el corazón (es un decir), a dos manos. Era el más grande y pensaba con que cara se lo llevábamos a la madre. Pero felizmente se recuperó; los gurises tienen Dios aparte.

Una tarde estaba en casa leyendo cuando llegó Felipito, hijo de nuestro casero. Che, se mató Gardel. ¿QUE? Que se mató Gardel. Estás loco; mire si se va a morir Gardel. Y yo tenía razón. No murió ni morirá. Y no cabe duda, cada día canta mejor.

1 comentario:

ro dijo...

¿¡Cómo puede ser que no haya leído nadie esto todavía?! Me entretengo tanto con lo que escribe tu tata, Santi, que no corrijo la montaña de escritos que tengo ahí sobre la mesa...Aprendo y me divierto. Me reí tanto con lo de la definición de la gramática y que la maestra "lo miró como a un aparecido"...que mi hijo me vino a preguntar de qué me reía.Nunca había escuchado lo de la carne y menos supuesto que se comían los caracoles. Tu papá nos lleva de la mano por lo cotidiano poético y humorístico. Un abrazo para él