Dije adiós a los Frusto y marché a lo de Consiglio, una chacra dedicada a la viña, con su correspondiente bodega. Había varios muchachos como yo y mayores. Éramos parientes lejanos.
Otro mundo. Allá, sembrados interminables de trigo, maíz o lino, sin obstáculos para la vista. Todo estaba teñido de lejanías. Acá, viñedos de no más de una hectárea por variedad, higueras, durazneros, huerta y árboles de abrigo. Y la casa de material con un sótano para bodega. En el almuerzo y la cena se tomaba vino. Excelente. Sacó en Montevideo el primer premio de blanco y el 2º de tinto. Después de almorzar, a la hora de la siesta, cuando los viejos dormían íbamos a la bodega, abríamos el espiche de algún barril y nos servíamos otra dosis. Es que estaba racionado.
Todavía, al recordar la hora de la siesta, cuando los mayores dormían y los gurises caminábamos por la huerta, siento el perfume penetrante de la albahaca, el aroma de la uva madurando, (todavía faltaba para la vendimia), y el gusto agridulce de unas manzanitas pintonas, que igual nos sabían a gloria.
Una tarde, el cielo hasta ese momento azul, empezó a oscurecerse. Langostas. Quien no las vio, no puede imaginarse lo que son. Millones, una nube marrón que cuando baja todo lo cubre y todo se come. Solo respeta paraísos y naranjos. Reíte del caballo de Atila. Los campos quedan arrasados, los sembrados desaparecen; solo quedan algunos tallos desnudos de trigo. Yo vi caballos parados en medio de esos campos, quietos, con la cabeza inclinada, imágenes de la desolación. Y las huertas liquidadas a pesar de las latas que golpeaban los gurises para espantarlas. Por suerte esa plaga ya no existe; el gamexán esparcido por aviones acabó con ellas.
Si quisiera anotar todos los recuerdos de mi infancia pueblerina, no sé cuanto papel precisaría, y cuantos de Uds. serían capaces de leerlos sin aburrirse. Son válidos solo para mí.
Pero hay un par de ellos que creo valen la pena. Uno, tiene que ver con la capacidad de percepción que se tiene cuando niño.
Los cambios de estación se sienten, (no me refiero a la temperatura), en el tinte sutil de la atmósfera. En primavera hay una luminosidad transparente, distinta a la del verano cuando el cielo se quema con la luz deslumbrante del sol. El otoño en cambio, tiene la serenidad de los árboles quietos, envueltos en la neblina de la mañana. Ya para el invierno, sí se hace sentir la temperatura; pero aún así, el aire tiene también un color diferente, A mí me parecía otro que el de la primavera. Este tiene la tibieza dorada del polen, y aquél la transparencia fría de las heladas. Me encantaba sentarme al medio día invernal en la puerta del frente, bajo el sol, a comer tangerinas.
A medida que pasa el tiempo, vamos perdiendo esa capacidad casi mágica de entendernos con la naturaleza; pero creo que nunca, el de asombrarnos con el milagro de su belleza.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario