Hasta que un día, conmoción a nivel familiar. La China amaneció atacada de apendicitis, y urgente a Montevideo; en el pueblo todavía no había posibilidad de operarse. Entonces papá decidió ir también él. Tal vez a tratarse la vista. Vendió la Pampita con su ternero por quince pesos, y allá fuimos. Veinticinco horas de ferrocarril. Imborrable. El paso sobre el río Negro, la llegada a las estaciones con la gente esperando en los andenes, el almuerzo en el salón comedor, los campos llenándose de misterio al anochecer, la niebla de la mañana y el resoplar de la locomotora a la que veía en las curvas, como la cabeza de un enorme dragón jadeando y escupiendo humo me tenían maravillado. No quería dormirme; aquello para mí era fascinante. Todavía no tenía cumplidos los siete años
Pero a esa edad puede más el sueño que la voluntad. Pero bien tempranito estaba despierto pensando en llegar a la gran ciudad. Fuimos a vivir a casa de una tía, hermana de mamá. Me impresionaron los tranvías y los primeros ómnibus. Por la noche, el centro era mágico; y el mar con sus barcos visto fugazmente, me dio tema para cuando volví al pueblo y contaba, exagerando, la inmensidad del agua que llegaba al horizonte, el bullicio de la ciudad, el tamaño del salón de los pasos perdidos en el Legislativo hacía poco inaugurado, los almacenes con sus cajones de fruta en exhibición, y los repartidores a domicilio.
El viejo no aguantó la ciudad y nos volvimos. Cambiamos de casa; fuimos a un viejo molino arrocero, con galpones y una máquina llenas de correas y ruedas enormes. Se imaginan el disgusto que tendría. Daba para todo. Desde derrotar bandidos, ser maquinista de ferrocarril, hasta transformarla en un castillo inexpugnable con puente levadizo y todo. Había puesto una tabla, y la levantaba o bajaba con una cuerda. El problema era que tenía que esquivar, al caminar por murallas y almenas, los nidos que las gallinas hacían sin importarles las tremendas batallas libradas por el castellano. Y no colaboraban. Después de poner unos hermosos huevos, cacareaban con un entusiasmo capaz de despertar a todo el campamento enemigo.
Nuestro lechero que vivía en el campo, cada tanto le pedía a mi padre y me llevaba a pasar el día. Esa siempre era una aventura fantástica. El viaje en el sulky abriendo porteras, .atravesando cañadas, con los ñandúes disparando al acercarnos, las perdices emprendiendo el vuelo de improviso casi entre las patas del caballo, y los teros escandalizando con sus gritos. Todo bajo un sol deslumbrante. Todavía veo la para mí infinita inmensidad del campo, solo alterada por la silueta solitaria del rancho del lechero, flanqueado por dos álamos altísimos.
Llegábamos, y a comer choclo asado, algún guiso, (de capón, por supuesto), y a la cañada. A sentarme en la orilla, con las patitas en el agua, a esa hora ya tibia, a escuchar las chicharras y mirar a las libélulas en su vuelo silencioso rozar el agua y posarse después en algún junco solitario, en el que se balanceaban estáticas, bañadas de luz. Y el infaltable Martín Pescador, a veces más de uno, con su plumaje tornasolado, expectante sobre un sauce, para lanzarse como una flecha azul, zambullirse, y aparecer después con una mojarra en el pico. Siempre llevaba migas de galleta en los bolsillos para tirarlos al agua, y ver como las mojarras las paseaban por la superficie, hasta hacerlas desaparecer en un brillar de burbujas.
El lechero, (parece mentira, no recuerdo su nombre), me dejaba ir a la cañada con la promesa solemne de volver prontito. Cuando pienso en esas vivencias, me sucede algo difícil de explicar y supongo más difícil aun de entender. Es como si me viera volver caminando bajo un sol deslumbrante en el campo infinito. Hay una especie de desdoblamiento. Las sensaciones, la inmensidad del paisaje, (era todo campo, solo algún lejano monte de abrigo y el rancho solitario del lechero), están vivas en mí. Como está vivo el recuerdo de mi esperanza de ver un lagarto al sol. Nunca lo logré. En ese lugar, quiero decir. Y al regreso, mi lento caminar sobre los pastos muchas veces marchitos por el calor de la tarde, cuando hasta los bichitos están aletargados. Sin embargo, veía, todavía lo hago, caminar a mi propia imagen y a mí como espectador. Tal vez haya una explicación racional. Yo no la tengo.
Y al regresar a veces entre dos luces, con el horizonte vistiéndose de rosado, ver a los dormilones (son pájaros que durante el día están aletargados, los he visto amodorrados a orilla del camino) que se despiertan y salen en vuelo zigzagueante, a cazar los insectos que pueblan el aire del atardecer. Y escuchar a los tucu-tucu, que desde sus galerías subterráneas, con su grito siempre lejano, (cuando uno anda cerca se mantienen calladitos), le ponen al campo acentos de distancia.
Si se hacía noche y había luna, el campo silencioso se llenaba de misterio.
Cuando no la había, ese mismo campo constelado de bichitos de luz, era una fiesta de estrellitas vivas al alcance de la mano. Muchos años después, cuando la suerte me llevó a ser solista de la orquesta y tocamos “Campo” de don Eduardo, sentí que él también fue un niño campesino. Un hombre de ciudad no puede poner en música esa imagen de sol, soledad y distancia.
Pero también había claroscuros. A la edad en que la vida es una sucesión de sueños, el primer desengaño es el que más lastima. Tenia siete años, y aun creía en los Reyes. A lo mejor quería creer. Mi padre, no sé si porque la economía andaba mal o pensó que era hora de avivarme, un día, cuando yo estaba mirando nada por la ventana del frente, se acercó. ¿Todavía creés en los Reyes?. Yo no entendí el porqué de la pregunta. Entonces me lo explicó. El día estaba hermoso. Pero una congoja aplastante hizo que lo viera todo gris.
Me sentí como perdido; una sensación de vacío no sé si en el pecho o en el alma, me impedía pensar. No sé como explicarlo. Me resistía sin saberlo, creo, a matar un sueño. Después murieron otros; pero a ninguno lloré tanto como a ese.
Y estuve preso, sí señor, en la comisaría del pueblo. Yo era un niño bueno pero un poquito travieso. Así que papá decidió darme una lección. Como es de imaginar, se conocía a todos los milicos, seguramente los tenía conversados.
Uno de esos rarísimos días en que me porté muy mal, me llevó no sé con que excusa hasta la plaza. Al pasar por la comisaría me agarró de la mano y entramos para hablar según él, con el comisario. A este señorito, le dijo a Miro, (todavía me acuerdo el nombre del milico) me lo mete en el calabozo, y mañana cuando los compañeros pasen para la escuela, lo pone a barrer la vereda.
El calabozo era nada. Pero barrer la vereda cuando pasaran los otros, era una especie de muerte en vida.
Claro, estuve preso media hora. Prometí ser bueno y obediente per sécula seculorum y me dejaron salir.
Y aunque parezca mentira, estuve a punto de ir a parar de nuevo al tétrico calabozo del pueblo. Esta vez injustamente. Era mi cumpleaños; y mi padre me dejó ir a jugar a la bolita con los amigos. Se imaginan las recomendaciones. Creo que si había dos cachilas en el pueblo era mucho.
- Andá con cuidado.
- Sí, papá.
- Siempre por la vereda.
- Si, papá.
- No te pelees con los gurises.
- No, papá.
- No bajes a la calle.
- No, papá.
- Portate bien.
- Sí, papá.
- No vuelvas tarde.
- No, papá.
- Y no te juntes con el Coco.
- ¡Nooo papaá!.
El Coco era el Hukleberry Finn del pueblo. Rotoso, mugriento, flaco, seguramente mal alimentado, era un mal ejemplo ambulante. Era especialista en robo de fruta; iba a lugares del río vedados para nosotros, y tenía un archivo de palabrotas. Cuando se enojaba y las sacaba a relucir, nos dejaba con la boca abierta y los ojos como el dos de oro. Que envidia.
Así que ni bien doblé la esquina, como tiro a buscar al Coco. Estaba jugando con la barra de siempre a la bolita. Me enganché como un solo hombre. Pero los padres de los gurises de buena familia tenían apalabrados a los milicos para que cuando nos encontraran con el Coco nos llevaran a nuestras casas. Yo estaba en cuclillas pronto para tirar, cuando se oyó un galope, una parada y el milico que se tira del caballo. ¡Cagaron gurises!. Otra cosa no tendría, pero los representantes del orden eran muy delicados. Era grande como un rancho; me agarró de la mano y a marchar. «Así que te escapaste, ¿no?. Ahora te llevo a la comisaría y vas a ver cuando don Bosco se entere». Pero si me dejó, hoy es mi cumpleaños. «Sí, sí; te creo.‑ Me salvó que pasamos frente a la casa de mi tía Bórtola, hermana de mi madre, -¡Décalo, décalo que es lo comple anio! ío le regaló cincue riale.» Dos pájaros de un tiro. Me salvó y proclamó su generosidad a los cuatro vientos. Otra más breve. En mi vida había jugado al fútbol. Me invitaron, papá dijo sí y allá fui. Vos tirás para allá. Todo bien. Hasta que vino la pelota hacia donde yo estaba. Agarrala, Chago!. Y la agarré. Pero con las dos manos. No es mentira; me mandaron atrás del arco.
En el pueblo todavía no había liceo; yo estaba en quinto de primaria. Me supongo que para que estudiara, papá decidió mandarme al Seminario de Salto.
Hasta mi partida al Seminario, mi socia de juegos era Lola. Me llevaba seis años, pero igual nos queríamos y nos peleábamos como corresponde a buenos hermanos. Cuando se armaba, ella me tiraba del pelo y yo, si estaba calzado le pateaba las canillas. Pero duraba el enojo muy poco. Al fin y al cabo, yo era el hermanito más chico. También a veces Elba nos hacía compañía.
Y dos oportunidades en los que no ya el país sino la humanidad estuvieron a punto de experimentar una pérdida irreparable. En la casa de mi madrina, de la que más vale no acordarse, había como en todas las del pueblo, naranjos. Y en uno de ellos, solitaria, en la punta de una rama una naranja chiquita y bien madura, como un desafío. A vos te bajo de cualquier manera. Con un palo no llegaba; a pedradas, no le pegué ninguna. Entonces, está mal que lo diga, pero afloró mi ingenio innato; até una piedra a un hilo de cometa, y luego de dos o tres intentos, logré engancharla, y cayó derrotada a mis pies Pero la maldita planeaba vengarse, usando como medio mi glotonería. La pelé y adentro. Como dije, era chiquita; así que marchó entera a la boca. Cuando ya no le quedaba más jugo, quise tragarla. Y ahí se trancó, ni adentro ni afuera. Quien no ha pasado por una situación así, no se puede imaginar lo desesperante que resulta. No podés respirar ni gritar para pedir auxilio. Se pierde hasta la capacidad de razonar.
A mí me salvó el instinto. Fue, puramente mecánico. Crucé las manos sobre la cabeza y empecé a saltar. Pero saltos desesperados. Eso debe haber hecho que la compresión pulmonar hiciera saltar la naranjita. Me senté a llorar como un idiota.
Y la otra; una vez monté a caballo, como dice Yupanqui, y en la calle me metí. Me lo prestó un gurí amigo. Fui hasta casa para compadrear frente a Lola; ella se asomó a la ventana y golpeó la cortina. El bicho se asustó, arrancó de golpe y de golpe me fui al suelo. Todavía veo la pata trasera con su herradura brillante, pasar rozándome la cabeza a la altura de la frente. Pudo haberme matado. Pero como dije antes, para evitar a la humanidad tan terrible pérdida, los hados lo impidieron.
Por esa época, 9 años más o menos, tuve sarampión, y vino a verme la hermana de un amigo. Era una señorita. Me dio un beso, y quedé en otro mundo. Estaba enamorado hasta las muelas. Ella tendría unos veinte años. Lo que es la precocidad.
Como todos los gurises, deseaba ser grande y cumplir los 18 para poder votar. Por el batIlismo, faltaba más. Papá era batllista y garibaldino; me salvé por casualidad de llamarme Ítalo. Suerte que a doña Jacinta le dio por esperar un poco, si no, de haber nacido el 20, fecha gloriosa de la Italia, (¡avanti póppolo al Vaticano con bomba in mano!) la hubiera quedado. Pero no. Nací el 21, no podía ser de otra manera ; a la primavera en este país le estaría faltando algo sin mi modesta presencia. No debe olvidarse que el 21 era fiesta, con rojo en el almanaque. Dicen los envidiosos que era recordando el Cabildo abierto de 1810; pero que en mi cumpleaños era fiesta nacional, no puede negarse.
El período preelectoral cambiaba la pacífica forma de vida del pueblo. No hay que olvidar que habían transcurrido apenas 25 años de la última guerra civil. El recuerdo estaba aún fresco y las pasiones le ganaban por lejos a la razón. Eran los tiempos de ¡blanco y celeste, aunque la vida me cueste!. Y; ¡yo soy colorado puro y no niego mi opinión, y quisiera ver a un blanco en la punta’e mi facón ! Aunque comparado con otras zonas del país, la cosa era muy suave. Tal vez por ser los habitantes del pueblo hijos o nietos de inmigrantes, en su mayoría italianos, no había prendido tanto el fanatismo por las divisas. A pesar de todo, gente que en épocas normales aunque no fueran amigos tenía un trato cordial, esos días, en que se organizaban cantones partidarios con taba, caña y oratoria encendida de los caudillos zonales, según fuera el color de cada corazón, se miraban de reojo. Contaba mi padre que cuando el ejército de Aparicio se acercaba a Bella Unión, decidió viajar a la Argentina pues los aires de Corrientes eran en ese momento más saludables que los del pueblo natal.
Indudablemente una medida muy inteligente; de no haberla tomado tal vez las consecuencias hubieran sido impredecibles. El árbol familiar no hubiera sido pródigo en frutos brillantes como luego lo fue. Indudablemente el viejo tenía las cosas claras. Por suerte. Recuerdo una vez en que un señor vino a buscar a papá para tocar y cantar en un banquete organizado por uno de los estancieros de la zona. No estoy tan seguro fuera estanciero; pero sí un personaje importante. Para el lugar, claro. Al día siguiente cuando el susodicho señor vino a pagarle, le dijo a don Santiago: «Acá le manda fulano el dinero que Ud. cobró; pero como quedó muy conforme, mi amigo y CORRELIGIONARIO le agregó este otro dinero de regalo». Puso énfasis en lo de correligionario El viejo muy ceremonioso le agradeció la gentileza. Cuando el tipo se fue, le salió del alma. Me parece estarlo oyendo. Ahora que me pagaste, vos y tu amigo el correligionario se pueden ir a la putísima madre que los parió. Mi papito era expeditivo.
Un día, no recuerdo la hora, primeras de la tarde me parece, todo el mundo se había congregado frente a la casa del juez ( Hafliger creo se llamaba). Tenía una de las poquísimas radios del pueblo; el acontecimiento era la llegada a Montevideo del Plus Ultra, luego de su travesía intercontinental. Era pilotado por Ramón Franco, hermano de Francisco, asesino de media España. El juez escuchaba las noticias y las transmitía a la gente. Realmente para la época una verdadera hazaña. (La travesía; no la transmisión).
Muchos años después, en el museo de Luján vi al famoso Plus Ultra que quedó en la Argentina para siempre.
Realmente, no solo es asombroso el cruce del Atlántico. Uno cuando ve ese monstruo no se explica como volaba. Indudablemente, esa gente hacía camino al andar.
Tenía el pueblo, faltaba más, sus equipos de fútbol. Como corresponde dos se disputaban las simpatías de la hinchada. Santa Rosa y Uruguay. Papá nunca trató de influir en mi albedrío. Eso jamás; la libertad es libre. Lo único que hacía era decirme: cuando te pregunten lo que sos, tenés que contestar: colorado y de Santa Rosa.
Fue un acontecimiento que ocupó la atención del pueblo todo la guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay. Yo me imaginaba luchas románticas y heroicas como las de nuestra historia oficial. Claro, después uno se entera que esa guerra la planificaron la Shell, Esso y multinacionales varias por el petróleo del Chaco, con la ayuda por supuesto de los gobernantes patrióticos de turno. Capataces, bah. Me acuerdo que escuché en la parroquia decir al padre Casañas, párroco del pueblo, que esa guerra era castigo de Dios. En ese momento me lo creí. Después uno piensa que Dios siempre castiga a los desgraciados. Los que morían, sufrían y mataban eran siempre los mismos.
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