Cuando escribí estos recuerdos lo hice en forma coloquial para dejarlos como testimonio de una muy larga vida a hijos, nietos, alumnos y amigos queridos. Jamás imaginé editarlos; tal vez sea por eso que en su desarrollo campea la espontaneidad. Es natural que el lenguaje no sea el mismo para familiares que para desconocidos; no es extraño entonces que los sorprenda algún rasgo de humor un tanto dudoso, pero a lo que están acostumbrados los allegados.
Como puede verse, esto está escrito y pensado para interlocutores bien definidos; pero esos mismos interlocutores insisten en su publicación. El argumento esgrimido es que parte fundamental de estos recuerdos se refieren a mi actividad artística. Por lo tanto, según ellos, no tengo derecho a privar de su conocimiento a quienes durante tantos años en el querido Auditorio del Sodre hasta su incendio, y luego en el también querido y viejo Solís, al acompañarnos Sábado a Sábado durante tantos años para compartir las mismas emociones, fueron no solo partícipes sino además protagonistas insoslayables de esta historia. Después de todo, sin un público consecuente y en nuestro caso casi familiar, una orquesta no tiene razón de ser.
Los que cuando adolescentes o muy jóvenes vivieron aquella época fermental, en la que se tomaba partido por directores como sucedió con Juan José Castro y Paul Paray, con discusiones y pancartas desplegadas en las galerías durante los conciertos, ahora, después de cuarenta años o más, al leer estos recuerdos, revivirán con nostalgia aquellos tiempos. No por lo de todo tiempo pasado fue mejor. No siempre es así. Sino porque la intensidad con que vivieron y vivimos las emociones de esos tiempos, transformaron esas emociones en recuerdos entrañables.
Pero sobre todo este prefacio pretende justificar lo que estoy seguro sucederá con el agregado: la cronología va a quedar por el camino. Es que los recuerdos, distantes en el tiempo, se confunden porque encierran las mismas o parecidas emociones. Entonces, aunque el escenario no sea el mismo, como están en la misma tonalidad se me presentan juntos. Mi experiencia como relator empezó con estos recuerdos; (digo relator y no escritor; de hacerlo sería una falta de respeto a los escritores), por lo que pido disculpas a Uds. y a la gramática. Seguramente la pobre será maltratada.
Dicen los que saben, que lo que importa es la intención, si la intención es buena. Y esa intención es compartir con aquellos a quienes no conozco, (en cambio ellos a mí sí, aunque no personalmente, al verme y oírme cada semana), las vivencias hermosas de aquella hermosa época.
Y si además sienten interés por los recuerdos queridos de un niño campesino añadidos a los de un quinteto para mí inolvidable, me sentiré feliz y daré la razón a quienes me impulsaron a emprender esta aventura.
En lo sustancial no he modificado el texto original; es el mismo escrito en el 96. Solo he agregado recuerdos que a veces, cuando el sueño tarda en llegar, se hacen presentes con la misma luz con que alumbraron esos tiempos. Además mencioné los últimos viajes realizados. Agregué un poco de historia de la Ossodre, especialmente en lo que refiere a su fundación, con la ayuda invalorable de Häberli, compañero de siempre de sueños, luchas, afanes y pasión por nuestra Orquesta. Y repito que esto no tiene pretensiones de obra literaria; es puramente un documento destinado a los descendientes en primer lugar, parientes cercanos y también algunos lejanos en la distancia pero no en el afecto, alumnos queridos, que felizmente son unos cuantos, y amigos. Pero el lenguaje, tanto para unos como para otros, en lo sustancial no cambia; no sé escribir, yo diría contar lo que siento, de otra manera. Por lo que pido a quienes no me conocen, perdón anticipado. El mío es un estilo muy suigéneris; a esta altura ya no se puede cambiar.
Solo cambié el final, pues estaba dirigido específicamente a hijos y nietos. Salvo ese detalle, el relato no es otra cosa que el deseo de compartir vivencias para mí maravillosas. Eso solamente me animó a escribirlas.
Cuando el autor sea apenas un recuerdo, si perdidas en algún estante entre otros libros las encuentra un descendiente, y al leerlas se sonríe con ternura y hasta se emociona un poquito, el recordar valió la pena.
lunes, 3 de marzo de 2008
BREVE PREAMBULO.
La decisión de escribir recordando o recordar escribiendo, la tomé una noche reciente cuando el sueño no llegaba, y empezaron a llegar en cambio los recuerdos. Y a medida que se sucedían reparé en la maravillosa aventura que es la vida.
Hay quien escribe sus memorias, pero aunque parezca un juego de palabras, quien sus memorias escribe, es porque memoria tiene. Y todos saben que la mía es asombrosa.
Por otra parte, cuando la gente importante las escribe, estas pasan a ser parte de la historia. No es mi caso, no soy importante ni la historia me contará jamás entre los suyos. Lo mío serán recuerdos. Lo dije antes; quienes me conocen saben, como sé yo, que mi falta de memoria es patológica. Aunque creo que también selectiva. Si los llamo, vienen los recuerdos en tropel, pero siempre los queridos; muy rara vez los amargos.
Dudé mucho antes de emprender esta aventura; me asaltó el temor, como dice el Eclesiastés, de ver que también esto es vanidad. Y a lo mejor algo de eso hay. El argumentar que se escribe para hijos y nietos, tal vez sea un justificativo. Pero como dice Romildo Risso en el aromo, “...con su poquito de orgullo, porque justo es que lo tenga.”
Así que vamos a ir citándolos, (a los recuerdos, claro), para que se hagan presentes, lo que sin duda harán sin respeto por la cronología. De eso estoy seguro. De lo que no estoy tan seguro es que lleguen a leer esta historia hasta el final. Son vivencias personales, que tal vez solo a mí me parezcan dignas de recordar y escribir. Y bueno, como sé que un poco me quieren, si son capaces, aguanten.
Comunico a quien corresponda, que lo que van a leer no tiene un plan definido. Será una carta un poco larga, (son años), en los que trataré de contar los hechos sucedidos durante la vida de un hombre común. Como dije antes, para hijos y nietos. Y si pueden soportarlos, parientes, alumnos y amigos queridos.
Yo sé que tanto mi sintaxis como mi puntuación son muy especiales. Debe tenerse en cuenta que fui solo hasta quinto de primaria. Además hice año y medio de Seminario. De los diez a los once. A los once y medio; claro. De manera que mi gramática es bastante precaria. Pero ni el cóndor ni el picaflor, le decía a Emilio, saben de aerodinámica. Y mirá como vuelan. Y el irrespetuoso me contestó que por eso lo hacen siempre igual y no mejoran. Con mi natural modestia contesté que lo perfecto no se puede mejorar.
En los relatos se suelen presentar los personajes que intervienen en los mismos. Yo no lo había hecho pues al ser lo escrito destinado a familiares y amigos, esos personajes eran para ellos por demás conocidos. Ahora la cosa cambia, por lo que los presentaré rápidamente.
Adela, la China y Lola son, eran, mis hermanas. Liliana y el Santi mis hijos. Virginia, Tania y Emilio los nietos. Elba, prima hermana querida, compinche de juegos y travesuras de la niñez Los demás van apareciendo pero a medida que lo hacen son presentados cada cual en su papel.
No más preámbulos, entonces, y vamos a los recuerdos.
Hay quien escribe sus memorias, pero aunque parezca un juego de palabras, quien sus memorias escribe, es porque memoria tiene. Y todos saben que la mía es asombrosa.
Por otra parte, cuando la gente importante las escribe, estas pasan a ser parte de la historia. No es mi caso, no soy importante ni la historia me contará jamás entre los suyos. Lo mío serán recuerdos. Lo dije antes; quienes me conocen saben, como sé yo, que mi falta de memoria es patológica. Aunque creo que también selectiva. Si los llamo, vienen los recuerdos en tropel, pero siempre los queridos; muy rara vez los amargos.
Dudé mucho antes de emprender esta aventura; me asaltó el temor, como dice el Eclesiastés, de ver que también esto es vanidad. Y a lo mejor algo de eso hay. El argumentar que se escribe para hijos y nietos, tal vez sea un justificativo. Pero como dice Romildo Risso en el aromo, “...con su poquito de orgullo, porque justo es que lo tenga.”
Así que vamos a ir citándolos, (a los recuerdos, claro), para que se hagan presentes, lo que sin duda harán sin respeto por la cronología. De eso estoy seguro. De lo que no estoy tan seguro es que lleguen a leer esta historia hasta el final. Son vivencias personales, que tal vez solo a mí me parezcan dignas de recordar y escribir. Y bueno, como sé que un poco me quieren, si son capaces, aguanten.
Comunico a quien corresponda, que lo que van a leer no tiene un plan definido. Será una carta un poco larga, (son años), en los que trataré de contar los hechos sucedidos durante la vida de un hombre común. Como dije antes, para hijos y nietos. Y si pueden soportarlos, parientes, alumnos y amigos queridos.
Yo sé que tanto mi sintaxis como mi puntuación son muy especiales. Debe tenerse en cuenta que fui solo hasta quinto de primaria. Además hice año y medio de Seminario. De los diez a los once. A los once y medio; claro. De manera que mi gramática es bastante precaria. Pero ni el cóndor ni el picaflor, le decía a Emilio, saben de aerodinámica. Y mirá como vuelan. Y el irrespetuoso me contestó que por eso lo hacen siempre igual y no mejoran. Con mi natural modestia contesté que lo perfecto no se puede mejorar.
En los relatos se suelen presentar los personajes que intervienen en los mismos. Yo no lo había hecho pues al ser lo escrito destinado a familiares y amigos, esos personajes eran para ellos por demás conocidos. Ahora la cosa cambia, por lo que los presentaré rápidamente.
Adela, la China y Lola son, eran, mis hermanas. Liliana y el Santi mis hijos. Virginia, Tania y Emilio los nietos. Elba, prima hermana querida, compinche de juegos y travesuras de la niñez Los demás van apareciendo pero a medida que lo hacen son presentados cada cual en su papel.
No más preámbulos, entonces, y vamos a los recuerdos.
PRIMEROS RECUERDOS.
Los más lejanos, a los que veo como en sueños, son un viaje en un coche de caballos (victoria se llamaban), cuando nos mudamos de casa. Solo me quedó la imagen del cochero, y la borrosa visión de una sartén colgada en algún lugar del carruaje, oscilando como un péndulo.
Luego el de mi madre enferma, reclinada en una reposera tomando sol en la galería de la vieja casa. Y del día de su muerte, cuando encontré a las tías llorando en la cocina. Alguien, creo una vecina dijo entonces; no lloren; ¿no ven que asustan al nene?.
Y más tarde, cuando miré por la ventana del sur, (cada puerta y ventana tenían sus puntos cardinales), y la vi, al estilo italiano, toda de negro en la cama. No recuerdo su cara, solo su imagen. Tampoco el entierro ni el velatorio. Tenía menos de tres años.
También un 25 de Agosto, cuando en la plaza había gran fiesta y vaya a saber porqué motivo me agarré a tortazos con otros gurises dejando a la miseria un trajecito marinero recién estrenado. Por supuesto me la ligué.
Volviendo a la vieja casa. La recuerdo con su techo de teja francesa a dos aguas, piso de ladrillos y una galería que daba al noroeste sujeto el techo por columnas de madera rústica, florecidas en macetas que colgaban de clavos de cabeza cuadrada de los usados para herrar caballos. Una sucesión de paraísos bordeaba su frente, tal vez tratando de aliviar con el verdor de su sombra el agobiante calor de la siesta. Me parece ver a los pájaros con el pico y las alas abiertas buscar entre las ramas el imposible fresco. Los calores del norte son entre mis recuerdos, casi corpóreos. Los siento atravesar mi piel con sus dedos quemantes, sin posibilidad de huida.
Cada tanto, en los escasos días tórridos del verano sureño, escucho otra vez el silencio de aquellas siestas en las que el viento norte borraba con su soplo de fuego el último verde de los pastos, para pintar el campo de amarillo y dibujar, con el vibrar del aire a flor de tierra, un paisaje de cobre difuso y tembloroso. Y siento que a pesar de esos calores, o acaso por su ausencia, todavía extraño aquellos tiempos.
A veces, después del almuerzo, cuando el calor y el silencio hundían al pueblo en el sopor de la siesta, me subía a la azotea, (eso fue cuando cambiamos de casa después del viaje a Montevideo), e imitaba el canto del gallo; lo hacía aspirando el aire y colocando la garganta de un modo especial. Me salía muy parecido. Al momento, como un desafío me respondía la clarinada del más próximo; luego la de otro, hasta que el pueblo todo era un amanecer anticipado.
Los paraísos aquellos fueron testigos de uno de mis primeros grandes sustos. En primavera, cuando esos paraísos en una explosión de flores y perfume eran una fiesta en lila y azul, me gustaba treparme a uno de ellos, que tenía una rama como puesta para sentarse, (estaba lisita por el uso) a pensar en nada, escuchar el ronroneo de las abejas, infaltables visitantes de las flores, y mover las patitas rítmicamente. Tal vez sin saberlo estaba aprendiendo a soñar. Pero como casi siempre sucede, el sueño murió al tomar contacto con la tierra. Traía en la mano una rama florecida para ponerla en agua y perfumar la casa, cuando la Pampita, nuestra proveedora de leche se me vino apuntándome con sus cuernos como para atravesarme. Como de costumbre andaba descalzo; pero no me importaron los abrojos y plantas espinosas del terreno. El asunto era poner distancia. Yo retrocedía tres pasos sin dejar de mirarla, y la Pampita los avanzaba; me apuraba y ella hacía lo mismo. Recuerdo, todavía me parece oírlo, el canto burlón de un hornero que sonó en ese preciso instante, como riéndose de mi susto. Hasta que llamé a Lola. «¡Pero no seas bobo!; ¿no ves que la rama es lo que quiere?”. No sabía que a las vacas les gusta el paraíso. Planta amarga si las hay; ni las langostas la comen.
En el terreno lindero, las gallinas de vecinos visitaban un rancho vacío para, al abrigo de su deteriorado techo, dejar en un rincón sombrío la maravilla marrón de una nidada. La primera vez que los encontré no me alcanzó el tiempo para llevarlos a casa como trofeo en buena lid conquistado. En lugar de recibirme agradecido, mi padre casi me mata. Me aplicó un sermón sobre el respeto debido a la propiedad ajena. «¿Qué dirías si alguien te robara la leche de la Pampita?. Te vas enseguida a dejar esos huevos al lugar en el que estaban.» Honradez de otros tiempos. En el pueblo no había bancos para la venta, planes de forestación, terminal de contenedores ni licitaciones de aeropuerto. Tampoco contratos de obra unipersonales; así que el viejo no estaba al tanto de la modernización de los valores.
Con los higos que en dicho terreno había la cosa era distinta. Cuando maduros eran negros, con una pulpa roja brillante. Con Lola, a la hora de la siesta, nos hacíamos de una fuente honda de aquellas esmaltadas; me trepaba a las higueras, (eran dos) ella levantaba la fuente alzándola sobre su cabeza, mientras yo arrancaba los higos y trataba de embocar. Algunos iban al suelo Cuando considerábamos que la cosecha era suficiente, los pelábamos, añadíamos azúcar y con un tenedor nos hacíamos un puré dulce y rojo que nos sabía a gloria.
De eso no dábamos cuenta a nadie. Después de todo si no los comíamos nosotros cuando caían de maduros lo hacían las gallinas. Una manera elegante de tranquilizar la conciencia.
Creo haber dicho que Lola, a quien recién nombré, así como Adela y la China eran mis hermanas mayores. Esta aclaración es para los hipotéticos lectores que no me conocen. Los demás familiares aparecerán después, cada cual con su identificación a cuestas
A veces le pedía permiso a papá para acompañar al farolero que, en las noches sin luna, (cuando la había no se encendían), con su escalera al hombro, recorría las esquinas del pueblo donde había columnas, para bajar los faroles haciendo girar un molinete en el que se enroscaba el cable. Había que llenarlos de queroseno, encender el alcohol de la cubeta y esperar que se calentara para darle bomba,
Los días de viento la cosa era brava; costaba conseguir que la mantilla se pusiera incandescente para llevarlo entonces hasta lo alto. Para mí el señor era un personaje importantísimo. Cuando fuera grande quería ser farolero.
En las noches calurosas, mientras las mariposas nocturnas y los escarabajos buscando la luz chocaban con el vidrio, los gurises cantábamos, haciendo la ronda bajo el farol: «Mirá la Luna comiendo tuna, le pedí un pedacito, no me quiso dar»; o también: «¡que linda noche que no hay borracho ni perro ni gato que lama los platos!».
Si por un milagro una cachila aparecía a la distancia, corríamos todos a la vereda conminados por la voz de los mayores. ¡Cuidado con el auto!
Yo sé que el recuerdo y la nostalgia idealizan la felicidad de aquellos tiempos; pero que le vas a hacer. Ahora que los evoco, a pesar de mi pobre memoria, oigo el ruido seco de los bichitos al golpearse en el vidrio, veo las sombras, nuestras sombras seguirnos, deslizándose ondulantes sobre los cantos rodados que brillaban en la calle teñida por la luz amarillenta del farol, mientras girábamos tomados de la mano. Y puta madre, mientras escribo, una tristeza tibia me envuelve el corazón.
Otro de los personajes que admiraba era el telegrafista. En ese tiempo el único medio de comunicación regular con el resto del mundo era el ferrocarril. Estaban los autos, pero no estaban las carreteras. Cuando llovía, a veces era necesario esperar días para que los arroyos dieran paso. Y en la estación, sentado muy serio, consciente de su importancia, (eso me parecía), estaba aquel señor frente a una mesa, atento a los movimientos de una palanca misteriosa que subía o bajaba en forma irregular marcando sobre una cinta según el tiempo que se detuviera, puntos y rayas. Cada tanto el hombre miraba el papel como leyéndolo, y luego, daba golpes con la misma palanca esta vez sin el papel. Cuando por primera vez lo vi a través de la ventana, no entendí nada. Entonces le conté a mi padre lo que había visto, y me explicó que eso era el telégrafo. Los puntos y rayas que marcaba la palanca eran recibidos por una máquina igual en las otras estaciones. Esos signos eran un alfabeto inventado por un señor llamado Morse. Se transmitía por un alambre a grandes distancias. ¿Llega hasta Gomensoro que está como a 10 leguas?. Hasta Montevideo y mucho más. ¡Pah, lo que demoraría en recorrer un alambre tan largo!.
Entonces aquel señor capaz de leer y enviar esos mensajes de esa manera milagrosa, fue para mí casi Dios. Eso hizo que mi vocación de farolero perdiera firmeza, mientras tomaba cuerpo la de telegrafista. Ya vería.
Luego el de mi madre enferma, reclinada en una reposera tomando sol en la galería de la vieja casa. Y del día de su muerte, cuando encontré a las tías llorando en la cocina. Alguien, creo una vecina dijo entonces; no lloren; ¿no ven que asustan al nene?.
Y más tarde, cuando miré por la ventana del sur, (cada puerta y ventana tenían sus puntos cardinales), y la vi, al estilo italiano, toda de negro en la cama. No recuerdo su cara, solo su imagen. Tampoco el entierro ni el velatorio. Tenía menos de tres años.
También un 25 de Agosto, cuando en la plaza había gran fiesta y vaya a saber porqué motivo me agarré a tortazos con otros gurises dejando a la miseria un trajecito marinero recién estrenado. Por supuesto me la ligué.
Volviendo a la vieja casa. La recuerdo con su techo de teja francesa a dos aguas, piso de ladrillos y una galería que daba al noroeste sujeto el techo por columnas de madera rústica, florecidas en macetas que colgaban de clavos de cabeza cuadrada de los usados para herrar caballos. Una sucesión de paraísos bordeaba su frente, tal vez tratando de aliviar con el verdor de su sombra el agobiante calor de la siesta. Me parece ver a los pájaros con el pico y las alas abiertas buscar entre las ramas el imposible fresco. Los calores del norte son entre mis recuerdos, casi corpóreos. Los siento atravesar mi piel con sus dedos quemantes, sin posibilidad de huida.
Cada tanto, en los escasos días tórridos del verano sureño, escucho otra vez el silencio de aquellas siestas en las que el viento norte borraba con su soplo de fuego el último verde de los pastos, para pintar el campo de amarillo y dibujar, con el vibrar del aire a flor de tierra, un paisaje de cobre difuso y tembloroso. Y siento que a pesar de esos calores, o acaso por su ausencia, todavía extraño aquellos tiempos.
A veces, después del almuerzo, cuando el calor y el silencio hundían al pueblo en el sopor de la siesta, me subía a la azotea, (eso fue cuando cambiamos de casa después del viaje a Montevideo), e imitaba el canto del gallo; lo hacía aspirando el aire y colocando la garganta de un modo especial. Me salía muy parecido. Al momento, como un desafío me respondía la clarinada del más próximo; luego la de otro, hasta que el pueblo todo era un amanecer anticipado.
Los paraísos aquellos fueron testigos de uno de mis primeros grandes sustos. En primavera, cuando esos paraísos en una explosión de flores y perfume eran una fiesta en lila y azul, me gustaba treparme a uno de ellos, que tenía una rama como puesta para sentarse, (estaba lisita por el uso) a pensar en nada, escuchar el ronroneo de las abejas, infaltables visitantes de las flores, y mover las patitas rítmicamente. Tal vez sin saberlo estaba aprendiendo a soñar. Pero como casi siempre sucede, el sueño murió al tomar contacto con la tierra. Traía en la mano una rama florecida para ponerla en agua y perfumar la casa, cuando la Pampita, nuestra proveedora de leche se me vino apuntándome con sus cuernos como para atravesarme. Como de costumbre andaba descalzo; pero no me importaron los abrojos y plantas espinosas del terreno. El asunto era poner distancia. Yo retrocedía tres pasos sin dejar de mirarla, y la Pampita los avanzaba; me apuraba y ella hacía lo mismo. Recuerdo, todavía me parece oírlo, el canto burlón de un hornero que sonó en ese preciso instante, como riéndose de mi susto. Hasta que llamé a Lola. «¡Pero no seas bobo!; ¿no ves que la rama es lo que quiere?”. No sabía que a las vacas les gusta el paraíso. Planta amarga si las hay; ni las langostas la comen.
En el terreno lindero, las gallinas de vecinos visitaban un rancho vacío para, al abrigo de su deteriorado techo, dejar en un rincón sombrío la maravilla marrón de una nidada. La primera vez que los encontré no me alcanzó el tiempo para llevarlos a casa como trofeo en buena lid conquistado. En lugar de recibirme agradecido, mi padre casi me mata. Me aplicó un sermón sobre el respeto debido a la propiedad ajena. «¿Qué dirías si alguien te robara la leche de la Pampita?. Te vas enseguida a dejar esos huevos al lugar en el que estaban.» Honradez de otros tiempos. En el pueblo no había bancos para la venta, planes de forestación, terminal de contenedores ni licitaciones de aeropuerto. Tampoco contratos de obra unipersonales; así que el viejo no estaba al tanto de la modernización de los valores.
Con los higos que en dicho terreno había la cosa era distinta. Cuando maduros eran negros, con una pulpa roja brillante. Con Lola, a la hora de la siesta, nos hacíamos de una fuente honda de aquellas esmaltadas; me trepaba a las higueras, (eran dos) ella levantaba la fuente alzándola sobre su cabeza, mientras yo arrancaba los higos y trataba de embocar. Algunos iban al suelo Cuando considerábamos que la cosecha era suficiente, los pelábamos, añadíamos azúcar y con un tenedor nos hacíamos un puré dulce y rojo que nos sabía a gloria.
De eso no dábamos cuenta a nadie. Después de todo si no los comíamos nosotros cuando caían de maduros lo hacían las gallinas. Una manera elegante de tranquilizar la conciencia.
Creo haber dicho que Lola, a quien recién nombré, así como Adela y la China eran mis hermanas mayores. Esta aclaración es para los hipotéticos lectores que no me conocen. Los demás familiares aparecerán después, cada cual con su identificación a cuestas
A veces le pedía permiso a papá para acompañar al farolero que, en las noches sin luna, (cuando la había no se encendían), con su escalera al hombro, recorría las esquinas del pueblo donde había columnas, para bajar los faroles haciendo girar un molinete en el que se enroscaba el cable. Había que llenarlos de queroseno, encender el alcohol de la cubeta y esperar que se calentara para darle bomba,
Los días de viento la cosa era brava; costaba conseguir que la mantilla se pusiera incandescente para llevarlo entonces hasta lo alto. Para mí el señor era un personaje importantísimo. Cuando fuera grande quería ser farolero.
En las noches calurosas, mientras las mariposas nocturnas y los escarabajos buscando la luz chocaban con el vidrio, los gurises cantábamos, haciendo la ronda bajo el farol: «Mirá la Luna comiendo tuna, le pedí un pedacito, no me quiso dar»; o también: «¡que linda noche que no hay borracho ni perro ni gato que lama los platos!».
Si por un milagro una cachila aparecía a la distancia, corríamos todos a la vereda conminados por la voz de los mayores. ¡Cuidado con el auto!
Yo sé que el recuerdo y la nostalgia idealizan la felicidad de aquellos tiempos; pero que le vas a hacer. Ahora que los evoco, a pesar de mi pobre memoria, oigo el ruido seco de los bichitos al golpearse en el vidrio, veo las sombras, nuestras sombras seguirnos, deslizándose ondulantes sobre los cantos rodados que brillaban en la calle teñida por la luz amarillenta del farol, mientras girábamos tomados de la mano. Y puta madre, mientras escribo, una tristeza tibia me envuelve el corazón.
Otro de los personajes que admiraba era el telegrafista. En ese tiempo el único medio de comunicación regular con el resto del mundo era el ferrocarril. Estaban los autos, pero no estaban las carreteras. Cuando llovía, a veces era necesario esperar días para que los arroyos dieran paso. Y en la estación, sentado muy serio, consciente de su importancia, (eso me parecía), estaba aquel señor frente a una mesa, atento a los movimientos de una palanca misteriosa que subía o bajaba en forma irregular marcando sobre una cinta según el tiempo que se detuviera, puntos y rayas. Cada tanto el hombre miraba el papel como leyéndolo, y luego, daba golpes con la misma palanca esta vez sin el papel. Cuando por primera vez lo vi a través de la ventana, no entendí nada. Entonces le conté a mi padre lo que había visto, y me explicó que eso era el telégrafo. Los puntos y rayas que marcaba la palanca eran recibidos por una máquina igual en las otras estaciones. Esos signos eran un alfabeto inventado por un señor llamado Morse. Se transmitía por un alambre a grandes distancias. ¿Llega hasta Gomensoro que está como a 10 leguas?. Hasta Montevideo y mucho más. ¡Pah, lo que demoraría en recorrer un alambre tan largo!.
Entonces aquel señor capaz de leer y enviar esos mensajes de esa manera milagrosa, fue para mí casi Dios. Eso hizo que mi vocación de farolero perdiera firmeza, mientras tomaba cuerpo la de telegrafista. Ya vería.
LOS SILENCIOS
Es extraño como se dan situaciones que tienen que ver, muchas veces, con el momento que estamos viviendo. Traigo esto a colación pues cuando buscaba en la memoria vivencias de la lejana infancia, para añadirlas a las ya escritas, escuché casualmente a los Olimareños en una canción que habla del campo, una estrofa, «que el silencio está quietito...» que me llenó de nostalgias y recuerdos.
Los gurises de la ciudad en muchos aspectos de su formación le llevan ventaja a los del campo. Pero los del campo, llegado el momento pueden acceder a los conocimientos y ventajas materiales de los niños ciudadanos. A éstos en cambio, les está vedada la comunión con los silencios. Santiago, (el primogénito), que dispuso durante su infancia de un terreno de 500 metros en un barrio suburbano, con árboles para sentirse Tarzán, estoy seguro no pudo disfrutarlos ni sentirlos. A los silencios, me refiero. No estaban con él la soledad ni la distancia.
Los silencios de aquellos pueblos, seguramente en esos pueblos ya no existen. No son posibles. Los autos eran una rareza; las motos, en el nuestro, creo había una. Todo era calmo; la vida no tenía prisas. Solo en el campo alejado de la ruta, ha de quedar, siempre que no pase algún jet mensajero del progreso, el silencio rodeado de soledad, eterno testigo de auroras, medio días, noches y misterios. Siempre me llevé bien con la soledad y los silencios. Mis hermanas eran bastante mayores, lo que hacía que sus actividades, que no eran muchas, fueran sin embargo distintas. Salvo Lola, con la que a veces jugaba y me peleaba.
La China y Adela eran muy grandes. Por otra parte, Adela trabajaba en el comercio de ramos generales de don Domingo Storti.
De don Domingo hay para contar varias anécdotas. Más adelante lo haré; espero no olvidarme. Ahora seguimos donde estábamos. A veces Elba , prima hermana más o menos de mi edad, (su apellido era Vinci Bosco; su madre era hermana de papá), venía a casa a jugar conmigo, éramos muy buenos compañeros. Pero la mayoría del tiempo estaba solo. Y solo aprendí a escuchar el silencio. Descubrí el sonido de dos silencios; el del río y el de la siesta. El del río, un susurro en la quilla del bote, especialmente si se lo cruza de noche, o cuando su corriente tibia se desliza entre los juncos de la orilla. Y el de la siesta de verano, al que se mezcla el arrullo lejano de las torcazas, que como el susurro del agua, forman parte del silencio. Están en él.
Ojalá encontrara las palabras necesarias; pero hay estados de espíritu y emociones imposibles de transmitir. Solo se sienten. De cualquier manera trataré de dar una idea de lo que sentía de niño cuando los silencios me atrapaban con su magia. Según las horas del día, o las distintas estaciones, la imagen interior que nos hacemos, que me hacía, cambia como cambian los olores, la luz y la temperatura del momento.
Es curioso; del invierno no me quedan silencios encantados; tal vez porque se estaba más adentro de la casa. Seguramente los había; claro que siempre los había. Y, por supuesto, los percibía cuando bien tempranito salía a buscar la palangana que dejara por la noche en el patio para recogerla con una capa de hielo. Pero era un silencio distinto, tal vez por la urgencia en volver al calor de la cocina donde me esperaba un plato hondo con harina de maíz cocida en leche bien dulce y calentita, o porque el frío de la mañana no nos regalaba el estado especial de molicie y sopor que sí nos lo daba el calor de los mediodías de verano. Solo lo asocio a la imagen de la Pampita en las primeras horas de la mañana, quietita cerca del alambrado, envuelta en el vapor cálido de su respirar, o cuando al medio día me sentaba en el umbral de la puerta del fondo, a veces en la del frente, bajo el tibio sol a comer tangerinas como postre del puchero cotidiano, entonces ese silencio estaba presente; pero solo presente. La diferencia está, como dice Zitarrosa, en que algunos son silencios, y otros silencios nomás.
Cada uno tenía, yo lo sentía, su color. En las mañanas de primavera cuando boca arriba sobre una enorme piedra de molino, a la sombra olorosa de un duraznero en flor veía allá muy alto pasar las nubes de algodón persiguiéndose en dirección al horizonte, era un silencio rosado envuelto en la modorra del zumbar de las abejas, Y en verano, a la hora de la siesta, lo asociaba, todavía lo hago en el recuerdo, con la mezcla de cielo cobrizo y aire teñido de distancia amarillenta.
O los silencios del río, del que es inseparable compañero el murmullo apenas perceptible del agua entre los juncos temblorosos. Tanto están consustanciados los silencios y las imágenes, que en el recuerdo nunca aparecen separados.
Al caer el sol, cuando la naturaleza toda se dispone a dormir, volvíamos con la Pampita desde la desembocadura del riacho. A esa hora el crespín pone su nota triste en la tarde y el silencio. El nombre de este pájaro es la onomatopeya de su canto, que emite repetido dos veces; « crespín ‑ crespín.» Luego de una pausa lo vuelve hacer oír. Es realmente triste. Hay una leyenda guaraní que cuenta que es así de triste su canto pues llora un amor perdido. Falú lo nombra en más de una ocasión. No se dejan ver; yo al menos solo los oía; no sé como son. Tal vez canten también a otras horas; pero para mí pertenecen al crepúsculo. No sé si quedarán, o si ellos también se han ido, huérfanos de árboles, cuando les robaron los montes a los ríos.
Por las noches, con las estrellas al alcance de la mano suspendidas en un cielo de terciopelo, si faltaba la luna, la vía láctea era una cinta luminosa. Entonces las siete cabritas y las tres Marías parecían, si las contemplaba un rato fijamente, separarse de las estrellas y acercarse a la tierra. En tanto el silencio que todo lo envolvía, llenaba la noche de misterio. Era sobrecogedor. Esas noches las viví durante mi estadía en lo de Frusto, en pleno campo, cuando ninguna luz competía con el brillo estelar. Era tan intenso ese silencio, solo acentuado por el croar lejano de las ranas o el chistido aislado de un pájaro nocturno, generalmente una lechuza, que al cabo de un tiempo, no muy largo, no vayan a creer, marchaba para adentro a buscar la compañía y la luz. Así fuera de una vela.
Los gurises de la ciudad en muchos aspectos de su formación le llevan ventaja a los del campo. Pero los del campo, llegado el momento pueden acceder a los conocimientos y ventajas materiales de los niños ciudadanos. A éstos en cambio, les está vedada la comunión con los silencios. Santiago, (el primogénito), que dispuso durante su infancia de un terreno de 500 metros en un barrio suburbano, con árboles para sentirse Tarzán, estoy seguro no pudo disfrutarlos ni sentirlos. A los silencios, me refiero. No estaban con él la soledad ni la distancia.
Los silencios de aquellos pueblos, seguramente en esos pueblos ya no existen. No son posibles. Los autos eran una rareza; las motos, en el nuestro, creo había una. Todo era calmo; la vida no tenía prisas. Solo en el campo alejado de la ruta, ha de quedar, siempre que no pase algún jet mensajero del progreso, el silencio rodeado de soledad, eterno testigo de auroras, medio días, noches y misterios. Siempre me llevé bien con la soledad y los silencios. Mis hermanas eran bastante mayores, lo que hacía que sus actividades, que no eran muchas, fueran sin embargo distintas. Salvo Lola, con la que a veces jugaba y me peleaba.
La China y Adela eran muy grandes. Por otra parte, Adela trabajaba en el comercio de ramos generales de don Domingo Storti.
De don Domingo hay para contar varias anécdotas. Más adelante lo haré; espero no olvidarme. Ahora seguimos donde estábamos. A veces Elba , prima hermana más o menos de mi edad, (su apellido era Vinci Bosco; su madre era hermana de papá), venía a casa a jugar conmigo, éramos muy buenos compañeros. Pero la mayoría del tiempo estaba solo. Y solo aprendí a escuchar el silencio. Descubrí el sonido de dos silencios; el del río y el de la siesta. El del río, un susurro en la quilla del bote, especialmente si se lo cruza de noche, o cuando su corriente tibia se desliza entre los juncos de la orilla. Y el de la siesta de verano, al que se mezcla el arrullo lejano de las torcazas, que como el susurro del agua, forman parte del silencio. Están en él.
Ojalá encontrara las palabras necesarias; pero hay estados de espíritu y emociones imposibles de transmitir. Solo se sienten. De cualquier manera trataré de dar una idea de lo que sentía de niño cuando los silencios me atrapaban con su magia. Según las horas del día, o las distintas estaciones, la imagen interior que nos hacemos, que me hacía, cambia como cambian los olores, la luz y la temperatura del momento.
Es curioso; del invierno no me quedan silencios encantados; tal vez porque se estaba más adentro de la casa. Seguramente los había; claro que siempre los había. Y, por supuesto, los percibía cuando bien tempranito salía a buscar la palangana que dejara por la noche en el patio para recogerla con una capa de hielo. Pero era un silencio distinto, tal vez por la urgencia en volver al calor de la cocina donde me esperaba un plato hondo con harina de maíz cocida en leche bien dulce y calentita, o porque el frío de la mañana no nos regalaba el estado especial de molicie y sopor que sí nos lo daba el calor de los mediodías de verano. Solo lo asocio a la imagen de la Pampita en las primeras horas de la mañana, quietita cerca del alambrado, envuelta en el vapor cálido de su respirar, o cuando al medio día me sentaba en el umbral de la puerta del fondo, a veces en la del frente, bajo el tibio sol a comer tangerinas como postre del puchero cotidiano, entonces ese silencio estaba presente; pero solo presente. La diferencia está, como dice Zitarrosa, en que algunos son silencios, y otros silencios nomás.
Cada uno tenía, yo lo sentía, su color. En las mañanas de primavera cuando boca arriba sobre una enorme piedra de molino, a la sombra olorosa de un duraznero en flor veía allá muy alto pasar las nubes de algodón persiguiéndose en dirección al horizonte, era un silencio rosado envuelto en la modorra del zumbar de las abejas, Y en verano, a la hora de la siesta, lo asociaba, todavía lo hago en el recuerdo, con la mezcla de cielo cobrizo y aire teñido de distancia amarillenta.
O los silencios del río, del que es inseparable compañero el murmullo apenas perceptible del agua entre los juncos temblorosos. Tanto están consustanciados los silencios y las imágenes, que en el recuerdo nunca aparecen separados.
Al caer el sol, cuando la naturaleza toda se dispone a dormir, volvíamos con la Pampita desde la desembocadura del riacho. A esa hora el crespín pone su nota triste en la tarde y el silencio. El nombre de este pájaro es la onomatopeya de su canto, que emite repetido dos veces; « crespín ‑ crespín.» Luego de una pausa lo vuelve hacer oír. Es realmente triste. Hay una leyenda guaraní que cuenta que es así de triste su canto pues llora un amor perdido. Falú lo nombra en más de una ocasión. No se dejan ver; yo al menos solo los oía; no sé como son. Tal vez canten también a otras horas; pero para mí pertenecen al crepúsculo. No sé si quedarán, o si ellos también se han ido, huérfanos de árboles, cuando les robaron los montes a los ríos.
Por las noches, con las estrellas al alcance de la mano suspendidas en un cielo de terciopelo, si faltaba la luna, la vía láctea era una cinta luminosa. Entonces las siete cabritas y las tres Marías parecían, si las contemplaba un rato fijamente, separarse de las estrellas y acercarse a la tierra. En tanto el silencio que todo lo envolvía, llenaba la noche de misterio. Era sobrecogedor. Esas noches las viví durante mi estadía en lo de Frusto, en pleno campo, cuando ninguna luz competía con el brillo estelar. Era tan intenso ese silencio, solo acentuado por el croar lejano de las ranas o el chistido aislado de un pájaro nocturno, generalmente una lechuza, que al cabo de un tiempo, no muy largo, no vayan a creer, marchaba para adentro a buscar la compañía y la luz. Así fuera de una vela.
...ANDE SE ACABA EL ALAMBRE
Pero no solo los silencios están en mis recuerdos. Hay también vivencias que acuden a mi mente con una claridad sorprendente.
Si de romances camperos que traen recuerdos se trata, don Atahualpa en el recitado de su poema “Mi viejo potro tordillo”, trajo a mi memoria la imagen clarísima de una tarde de primavera cuando a papá lo llamaron para una fiesta de cumpleaños, de una estancia cercana a la frontera. El alambrado llegaba hasta cierto lugar, y de ahí en más la división entre campos vecinos estaba marcada por una línea ininterrumpida de espinillos. En ese momento, como es lógico, solo me llamó la atención la cantidad de árboles que como una fila dorada, (estaban en flor), se perdían a la distancia. Sin embargo al escucharlo a Yupanqui, entendí recién después de tantos años, lo diferentes que son, a pesar de cumplir un mismo cometido, el alambre y el árbol. El poema cuenta lo que el paisano hará cuando su potro muera:
«Dispués que lo haiga enterrao,
v’iá plantar un arbolito;
una sombra pa la sombra
del recuerdo de un amigo.
Será como verlo siempre,
como tenerlo conmigo,
en el campo que usté quiso,
con su cielo y su camino,
ande se acaba el alambre
y empiezan los espinillos».
¿Verdad que es envidiable la capacidad de con tan pocas y simples palabras decir cosas tan hondas? Cuando lo escuché por primera vez pensé que lo del alambre y los espinillos eran un giro poético. Pero al oírlo ahora que estoy recuperando recuerdos, entiendo el significado; el alambre pone trabas a la libertad pues cierra el camino e impide el libre galope crin al viento. Los árboles no; separan los campos pero dejan libres los espacios. Quedan campo y cielo abiertos a esa libertad cuyo solo límite es para el potro como para el hombre su apetencia de horizontes.
A veces cuando el entorno y las circunstancias son semejantes, también los hechos se parecen; entonces, al relatarlos, la diferencia entre el hombre común y el poeta se torna evidente
Porque de esos mismos hechos, muchas veces terribles, de los que solo vemos lo trágico, el poeta es capaz de crear una imagen, como en este caso, donde el protagonista no sea el horror sino el paisaje. Como ya dije, son dos situaciones semejantes; en lugares distintos pero con similares características.
En una de las periódicas sequías norteñas, de largas distancias traían hasta el viejo río los animales famélicos y exhaustos buscando, además del agua, algo de verde en sus orillas. Los más débiles quedaban por el camino, y las moscas tomaban por asalto los ojos de los pobres bichos, sin fuerzas ya para moverse, para poner sus huevos. Era un espectáculo terrible; yo vi sacrificar terneros para evitar las gusaneras. Para un niño de ocho o nueve años era espantoso el ver como lo hacían, cortándoles la yugular. El paisano de Yupanqui, en cambio, ante la misma experiencia crea una imagen donde el protagonista no es el horror sino el paisaje.
Él describe la agonía de su tordillo no sufriendo por la proximidad de la muerte sino mirando distancias:
“Entre las vistas gastadas por cielo, sol y caminos,
le enredaban el paisaje los zumbos del mosquerío».
Jamás se me hubiera ocurrido; en la misma situación, yo solo veía lo trágico. Él lamentaba la pérdida del paisaje. Claro; yo miraba morir un animal, él a un amigo, con quien no volvería a compartir tiempos ya inasibles de alboradas y distancias.
Y ya que de recuerdos tristes se trata, va uno donde me sentí un criminal. Un amigo de mi padre, me parece pretendiente de Adela, me había regalado una honda. Con ella tiraba al blanco sobre latas a las que no les pegaba ni por casualidad. En el viejo molino donde vivíamos luego de nuestro viaje a Montevideo de ida y vuelta, había en las paredes huecos donde anidaban ratoneras. Es un pajarito diminuto, inquieto y bullanguero; siempre está gorjeando alegremente. Era como de la familia.
Estaba con mi honda sentado en un cajón tratando de pegarle a los postes del cerco, cuando la pobrecita se paró sobre el alambre. Le tiré por tirarle, seguro de errar. Y le acerté. Cayó entre el pasto, la fui a buscar con frío en el alma. Era un montoncito de plumas tibias con una zona pelada en el lomito donde le pegué. Dicen que mueren por el shock. Sentí una angustia terrible, tiré la honda a la gran siete, y me prometí solemnemente nunca más. Tal vez, nunca lo había pensado, sea por eso que como acto de constricción y desagravio, dejo todos los días, sobre el techo de la cocina, agua y comida a los pájaros del barrio.
Temprano de la tarde, cuando estaba bajo el duraznero amigo leyendo el Tit‑Bis, (era una revista semanal que traía novelas de aventuras por entregas) solía llegar un sapo con sus saltos calmos de señor formal a sentarse muy serio, apoyándose en sus patas delanteras e irguiendo la cabeza, con un aspecto solemne, al que acentuaba su vientre abultado de señor burgués, a un lugar preestablecido. Le faltaban la cadena de oro y el reloj para completar esa imagen. Venía a almorzar; había descubierto un camino de hormigas, Tomaba asiento a su orilla y se daba unos atracones pantagruélicos, sin perder jamás la compostura. Ellos tienen la lengua implantada en la parte delantera de la mandíbula inferior.; al paso de la presa, la dispara directamente a una velocidad increíble. No erra nunca. Evidentemente es viscosa; las traía adheridas. Lo contemplaba fascinado hasta que cumplida su cuota se marchaba como había venido, sin perder jamás la compostura.
Si de romances camperos que traen recuerdos se trata, don Atahualpa en el recitado de su poema “Mi viejo potro tordillo”, trajo a mi memoria la imagen clarísima de una tarde de primavera cuando a papá lo llamaron para una fiesta de cumpleaños, de una estancia cercana a la frontera. El alambrado llegaba hasta cierto lugar, y de ahí en más la división entre campos vecinos estaba marcada por una línea ininterrumpida de espinillos. En ese momento, como es lógico, solo me llamó la atención la cantidad de árboles que como una fila dorada, (estaban en flor), se perdían a la distancia. Sin embargo al escucharlo a Yupanqui, entendí recién después de tantos años, lo diferentes que son, a pesar de cumplir un mismo cometido, el alambre y el árbol. El poema cuenta lo que el paisano hará cuando su potro muera:
«Dispués que lo haiga enterrao,
v’iá plantar un arbolito;
una sombra pa la sombra
del recuerdo de un amigo.
Será como verlo siempre,
como tenerlo conmigo,
en el campo que usté quiso,
con su cielo y su camino,
ande se acaba el alambre
y empiezan los espinillos».
¿Verdad que es envidiable la capacidad de con tan pocas y simples palabras decir cosas tan hondas? Cuando lo escuché por primera vez pensé que lo del alambre y los espinillos eran un giro poético. Pero al oírlo ahora que estoy recuperando recuerdos, entiendo el significado; el alambre pone trabas a la libertad pues cierra el camino e impide el libre galope crin al viento. Los árboles no; separan los campos pero dejan libres los espacios. Quedan campo y cielo abiertos a esa libertad cuyo solo límite es para el potro como para el hombre su apetencia de horizontes.
A veces cuando el entorno y las circunstancias son semejantes, también los hechos se parecen; entonces, al relatarlos, la diferencia entre el hombre común y el poeta se torna evidente
Porque de esos mismos hechos, muchas veces terribles, de los que solo vemos lo trágico, el poeta es capaz de crear una imagen, como en este caso, donde el protagonista no sea el horror sino el paisaje. Como ya dije, son dos situaciones semejantes; en lugares distintos pero con similares características.
En una de las periódicas sequías norteñas, de largas distancias traían hasta el viejo río los animales famélicos y exhaustos buscando, además del agua, algo de verde en sus orillas. Los más débiles quedaban por el camino, y las moscas tomaban por asalto los ojos de los pobres bichos, sin fuerzas ya para moverse, para poner sus huevos. Era un espectáculo terrible; yo vi sacrificar terneros para evitar las gusaneras. Para un niño de ocho o nueve años era espantoso el ver como lo hacían, cortándoles la yugular. El paisano de Yupanqui, en cambio, ante la misma experiencia crea una imagen donde el protagonista no es el horror sino el paisaje.
Él describe la agonía de su tordillo no sufriendo por la proximidad de la muerte sino mirando distancias:
“Entre las vistas gastadas por cielo, sol y caminos,
le enredaban el paisaje los zumbos del mosquerío».
Jamás se me hubiera ocurrido; en la misma situación, yo solo veía lo trágico. Él lamentaba la pérdida del paisaje. Claro; yo miraba morir un animal, él a un amigo, con quien no volvería a compartir tiempos ya inasibles de alboradas y distancias.
Y ya que de recuerdos tristes se trata, va uno donde me sentí un criminal. Un amigo de mi padre, me parece pretendiente de Adela, me había regalado una honda. Con ella tiraba al blanco sobre latas a las que no les pegaba ni por casualidad. En el viejo molino donde vivíamos luego de nuestro viaje a Montevideo de ida y vuelta, había en las paredes huecos donde anidaban ratoneras. Es un pajarito diminuto, inquieto y bullanguero; siempre está gorjeando alegremente. Era como de la familia.
Estaba con mi honda sentado en un cajón tratando de pegarle a los postes del cerco, cuando la pobrecita se paró sobre el alambre. Le tiré por tirarle, seguro de errar. Y le acerté. Cayó entre el pasto, la fui a buscar con frío en el alma. Era un montoncito de plumas tibias con una zona pelada en el lomito donde le pegué. Dicen que mueren por el shock. Sentí una angustia terrible, tiré la honda a la gran siete, y me prometí solemnemente nunca más. Tal vez, nunca lo había pensado, sea por eso que como acto de constricción y desagravio, dejo todos los días, sobre el techo de la cocina, agua y comida a los pájaros del barrio.
Temprano de la tarde, cuando estaba bajo el duraznero amigo leyendo el Tit‑Bis, (era una revista semanal que traía novelas de aventuras por entregas) solía llegar un sapo con sus saltos calmos de señor formal a sentarse muy serio, apoyándose en sus patas delanteras e irguiendo la cabeza, con un aspecto solemne, al que acentuaba su vientre abultado de señor burgués, a un lugar preestablecido. Le faltaban la cadena de oro y el reloj para completar esa imagen. Venía a almorzar; había descubierto un camino de hormigas, Tomaba asiento a su orilla y se daba unos atracones pantagruélicos, sin perder jamás la compostura. Ellos tienen la lengua implantada en la parte delantera de la mandíbula inferior.; al paso de la presa, la dispara directamente a una velocidad increíble. No erra nunca. Evidentemente es viscosa; las traía adheridas. Lo contemplaba fascinado hasta que cumplida su cuota se marchaba como había venido, sin perder jamás la compostura.
DON DOMINGO.
Antes mencioné a Don Domingo Storti. Era un italiano propietario del comercio más grande del pueblo. Su sobrina era madrina de Adela, y ahí fue Adela a trabajar. Muchas mañanas yo iba a cebarle mate; era incansable. Podía seguir tomando eternamente.
Doña Plácida, su esposa, lo trataba de Ud. y lo llamaba el patrón. Que me contás; uno piensa si en todas las circunstancias habría tanto respeto. Lo recuerdo deshaciendo naranjas pasadas de maduras estrujándolas con sus manazas para sacar las semillas. Me quedó grabado lo que dijo y como lo dijo: «A tutti le gusta comere la naranca ma a nessuno le gusta plantare la naranca. Piénsano solo en eyo ma non piénsano en los hicos.» Era un hombre de mucha edad, al que le quedaba seguramente poca vida. No tenía hijos; sin embargo miraba el futuro pensando en los demás.
Tenía un Ford a bigotes; no quieran saber lo que era el tano al volante. Un día, después de una lluvia abundante, decidió ir hasta una chacra cercana de su propiedad, creo, “per vere a lo bueyes baroso”. Eran barrosos, un color oscuro particular. Se imaginan los caminos; el agua no dejaba ver los pozos. Don Domingo le bajó el bigote a la cachila, (era el acelerador de mano), y no lo levantó hasta llegar a la chacra. Rita, la sobrina nieta y yo, ella mucho menor, íbamos atrás. Mire que esos fordcitos eran altos; la capota estaba a más de un metro; sin embargo, a mí me dolía la nuca de los cabezazos contra el techo. La pobre Rita de los nervios era una sola carcajada.
El portón de entrada de la casona era enorme. Sin embargo mostraba las heridas ganadas en cien batallas libradas por don Domingo para entrar o salir. «¡Ma caraco! Otra vese me yevé lo portone por adelannnde.» Sus estornudos eran famosos en el pueblo. Quien sabe con que carga de ilusiones se vino a L’américa. Mal no le fue.
La vieja casona estaba construida en L, con un corredor continuo de columnas de madera y un aljibe enorme en el patio. Antes que el agua corriente llegara al pueblo, (cuando eso sucedió yo ya no estaba) había en ese patio un gabinete que oficiaba de cuarto de baño. La ducha era un tanque de chapa galvanizada, pienso de unos veinte litros con una especie de flor de regadera soldada a su fondo.
En verano agua fría, en tanto en invierno, el agua caliente era suministrada por el tanque incorporado a una enorme cocina de hierro siempre encendida. Primero a jabonarse con el agua de una palangana; y luego, para el enjuague, tirando de una cuerdita, se abría un grifo que dejaba correr el agua de la ducha. La verdad, lo que se dice un yacuzzi, (¿se escribe así?) no era.
Todo el frente estaba destinado al comercio. Depósitos con tapa para arroz, yerba, porotos, fideos, café etc. Todo lo que formaba una mezcla de olores que por años, cuando en Montevideo quedaban almacenes a la antigua y entraba a alguno, me traía la imagen de gurisitos de cinco o seis años que llegaban con sus maletas, (son dos bolsas alargadas unidas en las bocas, que se colocan sobre la montura de manera que quedan una de cada lado del caballo), a buscar las provisiones.
Venían de las chacras, ataban el caballo al palenque, entregaban el papel con el pedido y volvían al tranco de su caballo, a veces un burrito, con el encargo en las maletas. Cada integrante de la familia tenía sus obligaciones. La mujer, además de tener y criar hijos para la patria y cumplir con las tareas cotidianas hogareñas, cuando era necesario, no siempre, ayudaba en la chacra. La nena más grande, a cuidar los hermanitos; y estos después de la escuela, hacer mandados y según sus fuerzas colaborar en lo que fuera. Eran tiempos heroicos para los habitantes de la campaña.
Doña Plácida, su esposa, lo trataba de Ud. y lo llamaba el patrón. Que me contás; uno piensa si en todas las circunstancias habría tanto respeto. Lo recuerdo deshaciendo naranjas pasadas de maduras estrujándolas con sus manazas para sacar las semillas. Me quedó grabado lo que dijo y como lo dijo: «A tutti le gusta comere la naranca ma a nessuno le gusta plantare la naranca. Piénsano solo en eyo ma non piénsano en los hicos.» Era un hombre de mucha edad, al que le quedaba seguramente poca vida. No tenía hijos; sin embargo miraba el futuro pensando en los demás.
Tenía un Ford a bigotes; no quieran saber lo que era el tano al volante. Un día, después de una lluvia abundante, decidió ir hasta una chacra cercana de su propiedad, creo, “per vere a lo bueyes baroso”. Eran barrosos, un color oscuro particular. Se imaginan los caminos; el agua no dejaba ver los pozos. Don Domingo le bajó el bigote a la cachila, (era el acelerador de mano), y no lo levantó hasta llegar a la chacra. Rita, la sobrina nieta y yo, ella mucho menor, íbamos atrás. Mire que esos fordcitos eran altos; la capota estaba a más de un metro; sin embargo, a mí me dolía la nuca de los cabezazos contra el techo. La pobre Rita de los nervios era una sola carcajada.
El portón de entrada de la casona era enorme. Sin embargo mostraba las heridas ganadas en cien batallas libradas por don Domingo para entrar o salir. «¡Ma caraco! Otra vese me yevé lo portone por adelannnde.» Sus estornudos eran famosos en el pueblo. Quien sabe con que carga de ilusiones se vino a L’américa. Mal no le fue.
La vieja casona estaba construida en L, con un corredor continuo de columnas de madera y un aljibe enorme en el patio. Antes que el agua corriente llegara al pueblo, (cuando eso sucedió yo ya no estaba) había en ese patio un gabinete que oficiaba de cuarto de baño. La ducha era un tanque de chapa galvanizada, pienso de unos veinte litros con una especie de flor de regadera soldada a su fondo.
En verano agua fría, en tanto en invierno, el agua caliente era suministrada por el tanque incorporado a una enorme cocina de hierro siempre encendida. Primero a jabonarse con el agua de una palangana; y luego, para el enjuague, tirando de una cuerdita, se abría un grifo que dejaba correr el agua de la ducha. La verdad, lo que se dice un yacuzzi, (¿se escribe así?) no era.
Todo el frente estaba destinado al comercio. Depósitos con tapa para arroz, yerba, porotos, fideos, café etc. Todo lo que formaba una mezcla de olores que por años, cuando en Montevideo quedaban almacenes a la antigua y entraba a alguno, me traía la imagen de gurisitos de cinco o seis años que llegaban con sus maletas, (son dos bolsas alargadas unidas en las bocas, que se colocan sobre la montura de manera que quedan una de cada lado del caballo), a buscar las provisiones.
Venían de las chacras, ataban el caballo al palenque, entregaban el papel con el pedido y volvían al tranco de su caballo, a veces un burrito, con el encargo en las maletas. Cada integrante de la familia tenía sus obligaciones. La mujer, además de tener y criar hijos para la patria y cumplir con las tareas cotidianas hogareñas, cuando era necesario, no siempre, ayudaba en la chacra. La nena más grande, a cuidar los hermanitos; y estos después de la escuela, hacer mandados y según sus fuerzas colaborar en lo que fuera. Eran tiempos heroicos para los habitantes de la campaña.
MONTECASEROS Y EL RIO.
Era una aventura siempre esperada la ida a Monte Caseros cuando papá decidía bagayear en forma muy modesta. Alguna bolsa de mandioca, en B.Unión no había, y alguna cosa más que no recuerdo. Además visitábamos a don Segundo, un amigo de mi padre, donde comía dulce de membrillo casero. Pero lo esperado era el cruce del Uruguay. Eran botes a vela; así que tenía que haber viento aunque fuera poco. La primera vez que lo hice me llamó la atención que pusiera proa al norte, cuando teníamos que ir al suroeste. Mi padre me explicó que era para contrarrestar la velocidad de la corriente. Es fantástico. La inmensidad del agua todo lo envuelve; en tanto la quilla de la embarcación al abrirse camino siembra el río de una espuma rumorosa que se transforma en fugaces burbujas iridiscentes. No dejaba de mirarlas hasta que morían en un susurro.
Yo no entendía como si el viento soplaba por ejemplo del este, podíamos volver. Papá me dijo que los botes tenían esas velas triangulares a las que llaman velas latinas, las que cambiando de posición sobre el mástil pueden aprovechar, a veces dando bordadas, el viento sople de donde sople. Yo no entendía mucho; pero si lo decía mi papá, era para mí así nomás. Otra que el oráculo de Delfos.
Y finalmente la llegada a destino. Para mí un milagro de cálculo que se repetía al regresar. Las veces que fui, claro que no muchas, nunca le erraron. Cuando pasábamos por la aduana argentina, el encargado no revisaba nada. Pase nomás don Bosco, y feliz viaje. El viejo tocaba en los bailes de ahí; era internacional.
Algunas veces, volvíamos tarde de Monte Caseros en Argentina o de la barra de Cuareim en Brasil. Y al no estar Mamá, el viejo cumplía doble rol. Por las noches, me imagino que siempre que hubiera frío, se levantaba a taparme. Lo sentí pocas veces cuando por casualidad no me había dormido. Entonces me protegía el cuerpo del frío. Ahora, cuando veo su imagen correr la manta para cubrirme, aquel calor me abriga el alma.
En ese tiempo, cuando aún la represa no había cambiado el paisaje al elevar el río, cerca del puertito, (con muelle y escollera, que te creés), el agua se deslizaba entre barrancas de roca basáltica, de alrededor de cuatro metros de altura. Desde allí los pescadores lanzaban sus aparejos haciéndolos zumbar al revolearlos sobre sus cabezas. En las puntas anzuelos enormes, en busca de dorados y patíes. Me pasaba ratos perdidos mirándolos. Todavía, después de tantos años veo sus siluetas con el monte y el cielo como fondo, estáticos, esperando el tirón de algún pez, envueltos en el rumor del río enorme.
Sobre la costa, dentro de viejas canoas llenas de agua, nadaban bogas y bagres pequeños, cuyo triste destino era morir clavados en un anzuelo como carnada para los gigantes del río; surubíes y dorados. Los mismos que luego vendían en trozos, para variar la dieta en la que el puchero era una constante.
Yo no entendía como si el viento soplaba por ejemplo del este, podíamos volver. Papá me dijo que los botes tenían esas velas triangulares a las que llaman velas latinas, las que cambiando de posición sobre el mástil pueden aprovechar, a veces dando bordadas, el viento sople de donde sople. Yo no entendía mucho; pero si lo decía mi papá, era para mí así nomás. Otra que el oráculo de Delfos.
Y finalmente la llegada a destino. Para mí un milagro de cálculo que se repetía al regresar. Las veces que fui, claro que no muchas, nunca le erraron. Cuando pasábamos por la aduana argentina, el encargado no revisaba nada. Pase nomás don Bosco, y feliz viaje. El viejo tocaba en los bailes de ahí; era internacional.
Algunas veces, volvíamos tarde de Monte Caseros en Argentina o de la barra de Cuareim en Brasil. Y al no estar Mamá, el viejo cumplía doble rol. Por las noches, me imagino que siempre que hubiera frío, se levantaba a taparme. Lo sentí pocas veces cuando por casualidad no me había dormido. Entonces me protegía el cuerpo del frío. Ahora, cuando veo su imagen correr la manta para cubrirme, aquel calor me abriga el alma.
En ese tiempo, cuando aún la represa no había cambiado el paisaje al elevar el río, cerca del puertito, (con muelle y escollera, que te creés), el agua se deslizaba entre barrancas de roca basáltica, de alrededor de cuatro metros de altura. Desde allí los pescadores lanzaban sus aparejos haciéndolos zumbar al revolearlos sobre sus cabezas. En las puntas anzuelos enormes, en busca de dorados y patíes. Me pasaba ratos perdidos mirándolos. Todavía, después de tantos años veo sus siluetas con el monte y el cielo como fondo, estáticos, esperando el tirón de algún pez, envueltos en el rumor del río enorme.
Sobre la costa, dentro de viejas canoas llenas de agua, nadaban bogas y bagres pequeños, cuyo triste destino era morir clavados en un anzuelo como carnada para los gigantes del río; surubíes y dorados. Los mismos que luego vendían en trozos, para variar la dieta en la que el puchero era una constante.
EL AEROPLANO.
Y un acontecimiento que me hizo dudar de mi vocación de farolero-telegrafista. Estando con Lola en el muellecito, escuchamos el extraño ruido de un motor desconocido. Era un aeroplano; (todavía no se les conocía como aviones), que pasaba raudo casi tocando el cielo. Menos mal que las cervicales y los tendones de la nuca estaban hace muy poco inaugurados; lo que garantizaba su elasticidad. De no ser así se nos hubieran descoyuntado. Y ni hablar de la articulación de la mandíbula; hasta el aeroplano nos cabía en la boca. Aterrizó en la cancha de fútbol. En el pueblo no quedaron ni los paralíticos. Fuimos todos a admirar esa cosa increíble. Por supuesto que conocíamos su existencia; pero el tenerlo ahí de cuerpo presente era maravilloso. Era propiedad de un play boy de la época. Se llamaba Edilio o Eidilio Rodríguez. Fumaba cigarrillos rubios con un aroma que en mi vida había sentido. En el pueblo todos fumaban tabaco brasilero. Las muchachas, cuando pasaba en un Studebaker blanco descapotable quedaban en trance. Tenía, como corresponde, (el auto quiero decir), una bocina de aquellas roncas; al Studebaker le habían puesto la vaca; sonaba casi como el mugido de alguna. La ostentación del ego no es de ahora. Preguntale al Eclesiastés. De manera que mi vocación de telegrafista farolero, como dije antes, murió repentinamente. Mi destino era la aviación. No crean que me disgustaba ser como Edilio, para andar de traje palm beach blanco fumando con boquilla de marfil.
LA CARNICERIA DE LOS MACIERA Y EL LLANTO DE LAS VACAS
Cada tanto me mandaban a la carnicería de los Maciera, padres de mi madrina, a comprar chorizos. Estaba en las afueras del pueblo. A medio camino me desviaba para acercarme a lo que quedaba de la casa donde mi padre pasó parte de su infancia.
Abandonada, convertida en tapera, mirando con los ojos muertos de sus ventanas sin vidrios el brocal medio derruido de una cachimba, (para quien no conoce el campo, un manantial), con un enorme grupo de tunas a su lado. Todavía, como centinelas olvidados, los postes retorcidos de un cerco ya desaparecido vigilaban la soledad, En lo que fue el patio quedaban unas viejas higueras y un peral, testigos mudos del lento caminar hacia la nada de lo que fue un hogar. Que vivía sin embargo en la memoria de mi padre. Yo imaginaba que en algún rincón invisible seguiría sonando su voz. Él contaba que cuando niño vivía cantando.
Me quedaba parado junto al manantial, viendo correr un hilo de agua que teñía de verde intenso los yuyos de su orilla, para en los veranos, desaparecer poco después tragado por la tierra sedienta. De todo aquello ya no debe quedar nada. Solo estará siempre presente en mi memoria.
Mi padre sabía que yo era como el burrito cordobés, que nunca tiene apuro; así que no se extrañaba por mis demoras. Cuando llegaba a lo de Maciera, en vez de entrar por el frente, lo hacía por el galpón que se levantaba al fondo de la casona. Era enorme, o me lo parecía. En su interior se alineaban panzudas, paradas sobre tres patas, negras y enormes, ollas de hierro donde se derretía la grasa con la que en ese tiempo se preparaban la mayoría de las comidas.
En el lado opuesto, moldes para la fabricación de velas de sebo. Todavía, al recordarlo siento el olor a grasa y humo que todo lo envolvía.
En casa había una planta de ajíes que era casi un arbolito; en invierno perdía las hojas pero no moría. Daba unos ajíes chiquitos terribles; más que puta parió eran que te recontra. Cuando maduros, llenaba un lata de aceite con ellos y los llevaba para condimentar los chorizos. Me daban 20 centésimos. Un platal.
Al volver, pasaba por el matadero donde, terminada la faena colgaban los cueros en el cerco para después curtirlos. Al atardecer, cuando el ganado regresaba del pastoreo, tenía lugar un espectáculo estremecedor. Los animales se paraban en semicírculo frente a los cueros e iniciaban lo que los paisanos llaman el lloradero. Mugen pero no con el mugido normal; es un lamento prolongado de una tristeza conmovedora. No sé si otros animales tienen esa costumbre colectiva. Recuerdo que la primera vez que los oí, al acostarme, entredormido me parecía seguir escuchándolos.
Salvo cuando hacía mandados y me encontraba con algún gurí, o por supuesto cuando estaba en la escuela, las tardes las pasaba solo. A veces Elba me hacía compañía. Pero solo a veces. Y pienso que no hay cosa como la comunión con la luz, el silencio y la soledad, para iluminar la mente de un niño y estimular su inventiva poblando ese pequeño y maravilloso mundo interior del que es único propietario, de fantásticos sueños y aventuras. De manera que jamás me sentí aburrido. No me daba el tiempo para acompañar a Ricardo Corazón de León a atacar el castillo del traidor Juan sin Tierra, despertar con un beso a la bella Durmiente, o defender heroicamente a la hija del gobernador raptada por el pirata Morgan. Y leer. Claro que con un libro la soledad desaparece. Te sentís muy bien acompañado.
En el fondo de casa, lindando con lo del vecino, se elevaba un eucalipto enorme; era viejísimo. Tenía, a flor de tierra, una oquedad donde habitaba un enjambre de abejas. Hasta que un día, una tormenta terrible lo derribó. Eso fue por la noche. Al despertarme, una claridad desconocida lo iluminaba todo. Cuando salí, el gigante, como un guerrero vencido, cubría con la armadura de su follaje una enorme superficie. Sentí una tristeza gris; esa copa gigantesca estaba poblada de nidos, ahora dispersos sobre el terreno. A donde irían a parar los pájaros, alados y sonoros compañeros de mis juegos. Claro, a los gurises no les dura la pena demasiado. La copa del viejo árbol era una selva impenetrable. Pero la conquisté, a costa de algunos gloriosos rasguños. Entonces, la emoción de la victoria hizo que la tristeza se olvidara. A los ocho o nueve años, la alegría de vivir se lleva por delante todas las tristezas.
Pero mi selva no duró mucho tiempo ; con hachas y trozadores, se llevaron todo lo que sirviera para leña. Solo quedaron marchitas y dispersas, las ramas que cantaban cuando las acariciaba el viento. Y a su lado los nidos, fríos, silenciosos y deshechos, los mismos que hasta ayer albergaron los gorjeos y la tibieza. Todavía los veo; eran tantos... No solo en el patio quedaron el silencio y el vacío.
Y el primer año de escuela. Mi maestra vivía frente a casa. María Elena Porta; hermana de Elíseo Salvador, el escritor. Antes de ir ya leía deletreando; pero la escuela me terminó de abrir los ojos a la maravilla de la escritura; pero especialmente de la lectura, para en los libritos de cuentos de la época, descubrir, con un trabajo de concentración casi doloroso, el milagro de los duendes y las hadas.
En las fiestas de fin de año papá era quien acompañaba las canciones. El himno, mi bandera, etc. El que cantaba el solo era un servidor. Modestamente. Después de todo, mi padre era el capo máximo musical. El dueño de la pelota, bah.
Cada tanto visitaban las escuelas médicos y dentistas. Tenía una muela en mal estado, y había que sacarla. Mi padre era enemigo de anestesias y todo aquello que según él, intoxicaba el organismo. Así que dijo: nada de anestesia. Cuando llegó el momento y se lo comuniqué al dentista, me miró asombrado. ¿Estás seguro?. Sí señor. Era una muela de leche, pero se imaginan; me puso una mano en la cabeza y agarrate Joaquín que hay curva.
El problema es que estaban presentes en pleno las gurisas de la clase. Había que dejar bien alto el honor masculino. Me temblaba la mandíbula, se me escapaba saliva por las comisuras de la boca, pero me aguanté como un campeón.
Muchos años después, leyendo Tom Sawyer, recordé que como él, ese día fui el héroe de la escuela. Miraba por sobre el hombro a los debiluchos, y con suficiencia a las gurisas.
Abandonada, convertida en tapera, mirando con los ojos muertos de sus ventanas sin vidrios el brocal medio derruido de una cachimba, (para quien no conoce el campo, un manantial), con un enorme grupo de tunas a su lado. Todavía, como centinelas olvidados, los postes retorcidos de un cerco ya desaparecido vigilaban la soledad, En lo que fue el patio quedaban unas viejas higueras y un peral, testigos mudos del lento caminar hacia la nada de lo que fue un hogar. Que vivía sin embargo en la memoria de mi padre. Yo imaginaba que en algún rincón invisible seguiría sonando su voz. Él contaba que cuando niño vivía cantando.
Me quedaba parado junto al manantial, viendo correr un hilo de agua que teñía de verde intenso los yuyos de su orilla, para en los veranos, desaparecer poco después tragado por la tierra sedienta. De todo aquello ya no debe quedar nada. Solo estará siempre presente en mi memoria.
Mi padre sabía que yo era como el burrito cordobés, que nunca tiene apuro; así que no se extrañaba por mis demoras. Cuando llegaba a lo de Maciera, en vez de entrar por el frente, lo hacía por el galpón que se levantaba al fondo de la casona. Era enorme, o me lo parecía. En su interior se alineaban panzudas, paradas sobre tres patas, negras y enormes, ollas de hierro donde se derretía la grasa con la que en ese tiempo se preparaban la mayoría de las comidas.
En el lado opuesto, moldes para la fabricación de velas de sebo. Todavía, al recordarlo siento el olor a grasa y humo que todo lo envolvía.
En casa había una planta de ajíes que era casi un arbolito; en invierno perdía las hojas pero no moría. Daba unos ajíes chiquitos terribles; más que puta parió eran que te recontra. Cuando maduros, llenaba un lata de aceite con ellos y los llevaba para condimentar los chorizos. Me daban 20 centésimos. Un platal.
Al volver, pasaba por el matadero donde, terminada la faena colgaban los cueros en el cerco para después curtirlos. Al atardecer, cuando el ganado regresaba del pastoreo, tenía lugar un espectáculo estremecedor. Los animales se paraban en semicírculo frente a los cueros e iniciaban lo que los paisanos llaman el lloradero. Mugen pero no con el mugido normal; es un lamento prolongado de una tristeza conmovedora. No sé si otros animales tienen esa costumbre colectiva. Recuerdo que la primera vez que los oí, al acostarme, entredormido me parecía seguir escuchándolos.
Salvo cuando hacía mandados y me encontraba con algún gurí, o por supuesto cuando estaba en la escuela, las tardes las pasaba solo. A veces Elba me hacía compañía. Pero solo a veces. Y pienso que no hay cosa como la comunión con la luz, el silencio y la soledad, para iluminar la mente de un niño y estimular su inventiva poblando ese pequeño y maravilloso mundo interior del que es único propietario, de fantásticos sueños y aventuras. De manera que jamás me sentí aburrido. No me daba el tiempo para acompañar a Ricardo Corazón de León a atacar el castillo del traidor Juan sin Tierra, despertar con un beso a la bella Durmiente, o defender heroicamente a la hija del gobernador raptada por el pirata Morgan. Y leer. Claro que con un libro la soledad desaparece. Te sentís muy bien acompañado.
En el fondo de casa, lindando con lo del vecino, se elevaba un eucalipto enorme; era viejísimo. Tenía, a flor de tierra, una oquedad donde habitaba un enjambre de abejas. Hasta que un día, una tormenta terrible lo derribó. Eso fue por la noche. Al despertarme, una claridad desconocida lo iluminaba todo. Cuando salí, el gigante, como un guerrero vencido, cubría con la armadura de su follaje una enorme superficie. Sentí una tristeza gris; esa copa gigantesca estaba poblada de nidos, ahora dispersos sobre el terreno. A donde irían a parar los pájaros, alados y sonoros compañeros de mis juegos. Claro, a los gurises no les dura la pena demasiado. La copa del viejo árbol era una selva impenetrable. Pero la conquisté, a costa de algunos gloriosos rasguños. Entonces, la emoción de la victoria hizo que la tristeza se olvidara. A los ocho o nueve años, la alegría de vivir se lleva por delante todas las tristezas.
Pero mi selva no duró mucho tiempo ; con hachas y trozadores, se llevaron todo lo que sirviera para leña. Solo quedaron marchitas y dispersas, las ramas que cantaban cuando las acariciaba el viento. Y a su lado los nidos, fríos, silenciosos y deshechos, los mismos que hasta ayer albergaron los gorjeos y la tibieza. Todavía los veo; eran tantos... No solo en el patio quedaron el silencio y el vacío.
Y el primer año de escuela. Mi maestra vivía frente a casa. María Elena Porta; hermana de Elíseo Salvador, el escritor. Antes de ir ya leía deletreando; pero la escuela me terminó de abrir los ojos a la maravilla de la escritura; pero especialmente de la lectura, para en los libritos de cuentos de la época, descubrir, con un trabajo de concentración casi doloroso, el milagro de los duendes y las hadas.
En las fiestas de fin de año papá era quien acompañaba las canciones. El himno, mi bandera, etc. El que cantaba el solo era un servidor. Modestamente. Después de todo, mi padre era el capo máximo musical. El dueño de la pelota, bah.
Cada tanto visitaban las escuelas médicos y dentistas. Tenía una muela en mal estado, y había que sacarla. Mi padre era enemigo de anestesias y todo aquello que según él, intoxicaba el organismo. Así que dijo: nada de anestesia. Cuando llegó el momento y se lo comuniqué al dentista, me miró asombrado. ¿Estás seguro?. Sí señor. Era una muela de leche, pero se imaginan; me puso una mano en la cabeza y agarrate Joaquín que hay curva.
El problema es que estaban presentes en pleno las gurisas de la clase. Había que dejar bien alto el honor masculino. Me temblaba la mandíbula, se me escapaba saliva por las comisuras de la boca, pero me aguanté como un campeón.
Muchos años después, leyendo Tom Sawyer, recordé que como él, ese día fui el héroe de la escuela. Miraba por sobre el hombro a los debiluchos, y con suficiencia a las gurisas.
EL RIO.
Cuando las crecientes, íbamos al río a ver pasar las jangadas. Venían de Brasil, donde las armaban cerca de la orilla. Cuando el Uruguay crecía, todos los años por la misma época, el viejo río las levantaba, se las echaba al hombro y las llevaba a su destino lejano. Bella Unión, Salto, y creo hasta Paysandú. Eran enormes; estaban constituidas por cientos de troncos de pino brasil, y en su superficie construían ranchos. Había que tener reparo, pues eran muchos días de navegación.
Pero las crecientes no solo eran portadoras de jangadas. Troncos, islas de camalotes, una vez vimos una mesa patas arriba acompañada de una silla. Aparecían en la orilla víboras, a veces gatos monteses, y colonias de hormigas. El instinto de conservación de la especie lleva a la muerte a una cantidad incontable de integrantes del hormiguero; cuando el agua lo cubre, forman una bola de aproximadamente el doble de una pelota de tenis y se dejan llevar por la corriente. Por supuesto que las que quedan bajo el agua mueren; pero como el estar mojadas las hace más pesadas, permanecen siempre debajo, manteniendo a las vivas prontas para desembarcar cuando el río las acerca a la orilla. Era muy común el ver esas pelotas rojas. Nunca vi a las hormigas negras hacer tal cosa. Recuerdo una creciente en particular. Cada día recorríamos la orilla para ver hasta donde el Uruguay había trepado por la noche. Como toda la costa uruguaya, el pueblo estaba bastante alto con relación al río. Sin embargo esa vez el agua amenazaba casas que por lo regular siempre estaban a salvo. En cambio del lado argentino, mucho más plano, el gigante avanzaba campo adentro inundando extensiones enormes.
Para mí, el agua llegaba hasta el horizonte, Claro que como no levantaba ni medio metro del suelo, todo me parecía enorme.
Los árboles, náufragos indefensos, prisioneros de aquella inmensidad desolada, dejaban apenas ver sus copas desvaídas rodeadas por el agua amenazante. Al día siguiente, como una goma enorme el río los había borrado del paisaje, transformándolo todo en un desierto de agua marrón.
Porque el Uruguay que en ese tiempo era bastante limpio, (corría sobre un suelo basáltico), al salir campo afuera se teñía con la roja tierra de sus orillas.
El río, el querido río, el añorado y asombroso río, al que alcanza con mirar una vez, para que se te quede a vivir en el alma para siempre.
Es increíble como distintas personas sienten, aunque su río sea otro y su entorno también distinto, la misma emoción ante la maravilla de su corriente viva. La diferencia, y vaya que diferencia, se da en que aunque esa emoción sea la misma, hay qien solo es capaz de sentirla sin poder expresarla; mientras que quien hace ambas cosas, pasa a ser portavoz de todos los que fuimos embrujados por sus aguas. Digo esto pues releyendo (y redescubriendo) después de tanto años a Juana, leí en «La Rosa de los Vientos», El Río Andariego. Ella se refiere al Tacuarí de su niñez; pero es válido para mi Uruguay, como para el de cada niño al que la suerte le hizo el regalo de un río cercano. No puedo dejar de transcribir las últimas estrofas de su poema:
«Mi río nativo lleva en sus entrañas
todos los colores del mundo.
Los que han probado de sus aguas
se han hecho soñadores y vagabundos
Porque este río de mi pueblo
se ha bebido el crepúsculo y el alba
el medio día y la noche,
para calmar no sé que ansias.
Y le ha quedado hechizada el agua.
Yo, que de ella bebí siendo pequeño,
tengo el mismo embrujo en el alma.»
Es una costumbre de siempre, (yo diría una adicción), la lectura nocturna. Cuando me encontré con ese poema, me quedé no sé cuanto tiempo con el libro apoyado sobre el pecho, casi sin poder pensar, solo sintiendo, y dando gracias a esa mujer magnífica capaz de regalar, con tan pocas y ecxactas palabras tal emoción.Que importa si son los lugares tan distantes y los tiempos tan lejanos.. El sentir y el recuerdo son intransferibles y los envuelve la misma emoción. Tal vez porque junto a la memoria del río, vive imborrable la de nuestra niñez, de la que fue querido y constante compañero.
Sigamos hablando del río.
A veces, a la vera del rancho las mujeres pasaban machacando maíz en los morteros hechos en un tronco ahuecado, para preparar la mazamorra. Me asombraba el ver la mano dar el golpe, y escuchar después el sonido. Se lo dije a mi padre, y me explicó que el sonido viaja a trescientos treinta metros por segundo. Papá fue hasta tercero de escuela rural. Había nacido en 1880. Después hablaré de él. Cuando a mi padre, que tenía la mejor orquesta del pueblo, (era la única), lo llamaban de Monte Caseros, en Corrientes, atravesábamos el Uruguay en bote a vela. Papá siempre me llevaba. Tengo grabada una travesía nocturna en verano. Quien no vivió los veranos norteños no puede imaginarse lo que son. Una luna enorme y un silencio sobrecogedor al que apenas rozaba, como acentuándolo, el murmullo del agua rompiendo en la proa de la embarcación. Todavía, cuando en alguna noche cálida el recuerdo me lleva de nuevo a aquellos tiempos, siento mi mano de niño sumergida en la corriente que conservaba el regalo tibio del sol de la tarde.
Y al río iba, en la desembocadura del riacho, como llamaban a un arroyito, para que pastara la Pampita, la vaquita familiar, a la que mis hermanas daban una palmada en el lomo y se paraba para que la ordeñaran.
Y las siestas sonoras de chicharras. Son enormes; esa variedad no llega ni hasta Salto. Solo las oí en Tomás Gomensoro. Tal vez por las isotermas que llegan solo hasta Bella Unión, no más al sur. Para cantar, se posan bien bajito en los troncos de los árboles, donde las podés cazar pues están como en trance. Como no lo van a estar, si su canto es un reclamo de amor. Las cazábamos, atábamos por debajo de las alas, y teníamos música viva.
Vivo como siempre, a una que se posó en un espinillo, le pegué el manotazo, pero había una enorme espina. Hasta el hueso. Papá estaba asustadísimo. El único varón, antes que yo naciera, quiero decir, había muerto de tétanos. Y aún no existían vacunas.
Las noches víspera de Reyes eran mágicas. Juntábamos el pasto y preparábamos el agua en una palangana para los camellos; al acostarme trataba de mantenerme despierto, pero a los cinco o seis años, con la excitación del día no había manera de conseguirlo. A primera hora saltaba de la cama y me encontraba con el milagro de una pelota, tal vez cinco centésimos, algún racimo de uvas y con suerte una locomotora de lata. Yo siempre les pedía un ferrocarril pero se ve que pesaba mucho y los camellos no podían cargarlos. Entonces con latas vacías de dulce de membrillo y carreteles, me fabricaba unos vagones de los que me sentía orgulloso...
Hablo de carreteles como si todo el mundo los conociera. Hace años dejaron de usarse. En ellos venía el hilo que era usado en las máquinas de coser. Eran cilindros pequeños de madera perforados para así colocarlos en el perno de la máquina, y con una concavidad donde el hilo se envolvía. Eran perfectos para usarlos como rueditas uniéndolos con un eje. Así que la ingeniería también estaba presente.
Un carnaval decidimos disfrazarnos con Lola; por supuesto en forma tal, que nadie nos reconociese. Pero como se distanció para hablar con los vecinos, de riguroso incógnito, claro, le grité: ¡esperame Lola!. Ya de chiquito era una luz, mire. Quedó famoso.
Papá era el maestro de la banda. Bueno, banda es un decir. Los músicos eran gente que vivía de otra cosa; creo que la mayoría, si no todos los poquitos que eran, tocaban de oído. Ensayaban en el patio de casa. Y en casa paraba cada vez que pasaba por Bella Unión, Agustín Barrios. Era muy amigo de papá. Tengo su foto con dedicatoria, Le regalé copias a Carlevaro, Payssé y a un alumno. Se las debo a Agriel y Osvaldito.
Paraba también en casa un clarinetista argentino, que llevó la primicia de Sentimiento Gaucho. Como el nene era un artista en ciernes, me lo hacían cantar en todos lados. No crean que me disgustaba demasiado.
Salvo los días de lluvia o mientras estaba en la escuela, mi vida no conocía otro techo que el azul del cielo. En el patio trasero de la casa me había armado una herrería. De caballos, claro. Cuanta herradura vieja encontraba, la iba acomodando en la pared. Hasta que Adela dijo basta, y se acabó el herrar caballos imaginarios.
Cuando no llevaba la Pampita al riacho, me pasaba ratos larguísimos tratando de pegarle con cantos rodados, (la calle estaba sembrada de ellos), al único alambre de teléfono del pueblo. Iba de la estación hasta el puerto, y pasaba frente a casa. No era forrado como los de ahora. Era difícil acertarle; pero cuando lo lograba, compensaba con creces el esfuerzo y la paciencia. Me regalaba un sonido claro y vibrante, que más que del alambre parecía venir del cielo.
Es uno de mis recuerdos más vívidos. La columna de hierro, el alambre como una línea de plata brillando al sol con el cielo como fondo, y el sonido que para mí era una belleza. Tal vez porque costaba tanto conseguirlo.
Si tendría motivos para no aburrirme. Parece increíble, pero un tango trajo a mi memoria algo casi olvidado, que tiene que ver con lo que digo. Estaba escuchando Sur, cantado por Rivero. Cuando dice aquello de un perfume de yuyos y de alfalfa, de nuevo me bañaron el sol y el silencio de las siestas; en las que en distintos lugares, a veces en el terreno de casa, otras en la orilla del río, o cuando el lechero me llevaba al campo, (lo que era siempre una gloriosa aventura), aprendí a conocer cada flor y cada yuyo por su gusto y por su aroma. Así sentí otra vez el gusto dulce de las madreselvas, y el de los macachines mezclados con el sabor a tierra. Es que luego de arrancarlos, los limpiaba, (no demasiado, claro), en el pantalón. Su dulzor, mezclado como ya dije con el de la tierra húmeda, (los gurises de campaña saben de que hablo) se me hace nítido en el recuerdo. Algunos, como los azahares a los que disputaba a las abejas que los tomaban por asalto, te llenaban la boca más de perfume que de sabor Tantos, tantos otros olores y sabores; el de la yerba buena, los pétalos de rosa, el acre del trigo verde, y la alegría de encontrarse de improviso, abrazada a un cerco o a las ramas de un árbol, con una enredadera de mburucuyá adornada de frutas doradas. Claro que casi siempre los pájaros se me adelantaban, dejándome cáscaras vacías. Pero siempre la suerte me regalaba alguna, pintada de rojo todavía su interior por semillas envueltas en una pulpa suave y perfumada. Dejé para el final las pitangas. Maduraban por Noviembre o Diciembre, y su zumo violeta nos teñía la boca y sus alrededores. A demás de las manos. Muchísimos años después, cuando la suerte me llevó a conocer a esa querida gente de Tacuarembó durante los exámenes del Conservatorio Municipal, Graciela Beisón, profesora de flauta en ese conservatorio y amiga querida, me mandó por Gladys Margounato, su maestra, un frasco lleno. Gladys las probó y no entendía por qué me gustaban tanto. Ella no sabía que tenían sabor y perfume a niñez. Había otros yuyos, algunos dulzones, ásperos otros, insípidos muchos pero cada uno con su gusto o aroma definidos. No conozco el nombre de la mayoría, pero mientras escribo siento en las manos la textura, veo otra vez como dice la canción, los mil distintos tonos de verde, y otra vez el aroma y el sabor se hacen presentes, compañeros luminosos de la niñez.
Como dice Eustaquio Sosa, sería lindo saber cuantos yuyos se precisan pa‘ pintar de verde el campo.
Ya dije al principio que la coherencia no sería el fuerte de mi relato. Es que a la distancia, una imagen a veces aparentemente distinta, se asocia con otras que luego no lo son tanto y las trae de la mano. Entonces se siente la necesidad de en cierto modo, contar cosas que a lo mejor no tienen demasiado interés para los demás. Pero que fueron, son, vivencias entrañables. Y así aparecen, entremezclados, recuerdos de épocas distintas. Aunque si bien se mira no lo son tanto, ya que todas pertenecen a la infancia. A la simple y feliz infancia.
Está el campo, con la soledad luminosa, distancias y silencios; el río, con la inmensidad de su caudal, calmo y perezoso a su paso por el pueblo, agitado y rumoroso cuando las piedras de las cachueras hieren sus aguas, fragoroso y terrible con su corriente vestida de espuma centelleante al precipitarse en las cascadas del Salto Grande, hoy sepultado para siempre por la represa enorme. Y las casuarinas del pueblo. Aquí casi no se conocen; son una especie de pino. Cuando el viento era algo fuerte, al atravesar sus hojas delgadas como agujas, sonaba como un silbo para mí misterioso. A poco de llegar al Seminario, la nostalgia me volvió poeta. Por lo que el poema no se hizo esperar. Claro; tenía la cabeza y el corazón llenos de poesías románticas. A esa edad, quien no ha querido escribirlas. Como dicen los animadores cuando presentan a los artistas en el club del barrio, las primeras estrofas de mi joya literaria decían así. “Cuando el viento silba en las casuarinas,- obeliscos vivos de mi calle larga,- parece que vienen desde allá muy lejos,- ángeles y vírgenes con arpas y flautas.” De lo que seguía más vale no acordarse. Bendita inocencia diezañera; todavía creía que había ángeles y quedaban vírgenes. Pero como ven, estaban todos los elementos; los árboles, el viento, el arpa y la flauta. No podían faltar los ángeles y las vírgenes precisamente ahí en un lugar con olor a misticismo.
Pero del Seminario también quedan recuerdos que se entrecruzan con aquellos. Cuando llegué, en la vieja casona donde estaban las aulas, añosas magnolias dibujaban sombras cambiantes sobre el enorme patio, mientras lo perfumaban con el aroma penetrante de sus flores. Al atardecer, cuando el calor y la quietud del verano norteño desprendiéndose del cielo todavía bruñido por un sol de fuego caían sobre el patio, los gurises que estudiábamos en habitaciones abiertas al corredor que lo circundaba, quedábamos como borrachos de perfume y de luz Ahora, cuando en las pocas casa quintas que aún quedan, veo las viejas, infaltables magnolias de sus añosos patios, aunque no estén en flor, el recuerdo florece envuelto en la luz y el perfume inolvidables de esos tiempos.
Y ya en Montevideo, aunque con catorce años, (en ese entonces éramos en muchos aspectos todavía niños), mi primer contacto con la playa. Al mar lo había visto cuando vine con mi padre por primera vez; pero fue una visión fugaz, sin casi tiempo para el asombro.
En cambio en ese momento, al bajar a la playa de Buceo, donde me llevaron a pasar la mañana los primos Nuñez, quedé asombrado al comprobar la fidelidad con que Carmelo de Arzadum, en la copia de uno de sus cuadros que aparecía en un libro de lectura escolar, reproducía el color dorado de la arena. Parece increíble, pero aunque jamás había visto una playa, me resultó familiar. Tal vez por todo lo que en el pueblo había soñado mirando aquella página pintada de oro y azul. Entonces la inmensidad del mar y la luz de un día de verano, me trajeron el recuerdo del campo y sus distancias.
Aunque parezca mentira, yo no estaba muy convencido de que la tierra fuera redonda. Lo creía porque así lo aprendí enseñado por quienes para mí eran infalibles. Pero en mi fuero interno siempre acechaba una duda. Recuerdo que vi un velero alejarse; yo sabía que una de las evidencia era su desaparecer por etapas, desde la quilla al mástil. Entonces me puse a contemplarlo, y cuando se fue perdiendo tal como lo decían, no se me ocurrió otra cosa que decirme: era redonda nomás. Lo que demuestra que no soy proclive a la fe.
Pero las crecientes no solo eran portadoras de jangadas. Troncos, islas de camalotes, una vez vimos una mesa patas arriba acompañada de una silla. Aparecían en la orilla víboras, a veces gatos monteses, y colonias de hormigas. El instinto de conservación de la especie lleva a la muerte a una cantidad incontable de integrantes del hormiguero; cuando el agua lo cubre, forman una bola de aproximadamente el doble de una pelota de tenis y se dejan llevar por la corriente. Por supuesto que las que quedan bajo el agua mueren; pero como el estar mojadas las hace más pesadas, permanecen siempre debajo, manteniendo a las vivas prontas para desembarcar cuando el río las acerca a la orilla. Era muy común el ver esas pelotas rojas. Nunca vi a las hormigas negras hacer tal cosa. Recuerdo una creciente en particular. Cada día recorríamos la orilla para ver hasta donde el Uruguay había trepado por la noche. Como toda la costa uruguaya, el pueblo estaba bastante alto con relación al río. Sin embargo esa vez el agua amenazaba casas que por lo regular siempre estaban a salvo. En cambio del lado argentino, mucho más plano, el gigante avanzaba campo adentro inundando extensiones enormes.
Para mí, el agua llegaba hasta el horizonte, Claro que como no levantaba ni medio metro del suelo, todo me parecía enorme.
Los árboles, náufragos indefensos, prisioneros de aquella inmensidad desolada, dejaban apenas ver sus copas desvaídas rodeadas por el agua amenazante. Al día siguiente, como una goma enorme el río los había borrado del paisaje, transformándolo todo en un desierto de agua marrón.
Porque el Uruguay que en ese tiempo era bastante limpio, (corría sobre un suelo basáltico), al salir campo afuera se teñía con la roja tierra de sus orillas.
El río, el querido río, el añorado y asombroso río, al que alcanza con mirar una vez, para que se te quede a vivir en el alma para siempre.
Es increíble como distintas personas sienten, aunque su río sea otro y su entorno también distinto, la misma emoción ante la maravilla de su corriente viva. La diferencia, y vaya que diferencia, se da en que aunque esa emoción sea la misma, hay qien solo es capaz de sentirla sin poder expresarla; mientras que quien hace ambas cosas, pasa a ser portavoz de todos los que fuimos embrujados por sus aguas. Digo esto pues releyendo (y redescubriendo) después de tanto años a Juana, leí en «La Rosa de los Vientos», El Río Andariego. Ella se refiere al Tacuarí de su niñez; pero es válido para mi Uruguay, como para el de cada niño al que la suerte le hizo el regalo de un río cercano. No puedo dejar de transcribir las últimas estrofas de su poema:
«Mi río nativo lleva en sus entrañas
todos los colores del mundo.
Los que han probado de sus aguas
se han hecho soñadores y vagabundos
Porque este río de mi pueblo
se ha bebido el crepúsculo y el alba
el medio día y la noche,
para calmar no sé que ansias.
Y le ha quedado hechizada el agua.
Yo, que de ella bebí siendo pequeño,
tengo el mismo embrujo en el alma.»
Es una costumbre de siempre, (yo diría una adicción), la lectura nocturna. Cuando me encontré con ese poema, me quedé no sé cuanto tiempo con el libro apoyado sobre el pecho, casi sin poder pensar, solo sintiendo, y dando gracias a esa mujer magnífica capaz de regalar, con tan pocas y ecxactas palabras tal emoción.Que importa si son los lugares tan distantes y los tiempos tan lejanos.. El sentir y el recuerdo son intransferibles y los envuelve la misma emoción. Tal vez porque junto a la memoria del río, vive imborrable la de nuestra niñez, de la que fue querido y constante compañero.
Sigamos hablando del río.
A veces, a la vera del rancho las mujeres pasaban machacando maíz en los morteros hechos en un tronco ahuecado, para preparar la mazamorra. Me asombraba el ver la mano dar el golpe, y escuchar después el sonido. Se lo dije a mi padre, y me explicó que el sonido viaja a trescientos treinta metros por segundo. Papá fue hasta tercero de escuela rural. Había nacido en 1880. Después hablaré de él. Cuando a mi padre, que tenía la mejor orquesta del pueblo, (era la única), lo llamaban de Monte Caseros, en Corrientes, atravesábamos el Uruguay en bote a vela. Papá siempre me llevaba. Tengo grabada una travesía nocturna en verano. Quien no vivió los veranos norteños no puede imaginarse lo que son. Una luna enorme y un silencio sobrecogedor al que apenas rozaba, como acentuándolo, el murmullo del agua rompiendo en la proa de la embarcación. Todavía, cuando en alguna noche cálida el recuerdo me lleva de nuevo a aquellos tiempos, siento mi mano de niño sumergida en la corriente que conservaba el regalo tibio del sol de la tarde.
Y al río iba, en la desembocadura del riacho, como llamaban a un arroyito, para que pastara la Pampita, la vaquita familiar, a la que mis hermanas daban una palmada en el lomo y se paraba para que la ordeñaran.
Y las siestas sonoras de chicharras. Son enormes; esa variedad no llega ni hasta Salto. Solo las oí en Tomás Gomensoro. Tal vez por las isotermas que llegan solo hasta Bella Unión, no más al sur. Para cantar, se posan bien bajito en los troncos de los árboles, donde las podés cazar pues están como en trance. Como no lo van a estar, si su canto es un reclamo de amor. Las cazábamos, atábamos por debajo de las alas, y teníamos música viva.
Vivo como siempre, a una que se posó en un espinillo, le pegué el manotazo, pero había una enorme espina. Hasta el hueso. Papá estaba asustadísimo. El único varón, antes que yo naciera, quiero decir, había muerto de tétanos. Y aún no existían vacunas.
Las noches víspera de Reyes eran mágicas. Juntábamos el pasto y preparábamos el agua en una palangana para los camellos; al acostarme trataba de mantenerme despierto, pero a los cinco o seis años, con la excitación del día no había manera de conseguirlo. A primera hora saltaba de la cama y me encontraba con el milagro de una pelota, tal vez cinco centésimos, algún racimo de uvas y con suerte una locomotora de lata. Yo siempre les pedía un ferrocarril pero se ve que pesaba mucho y los camellos no podían cargarlos. Entonces con latas vacías de dulce de membrillo y carreteles, me fabricaba unos vagones de los que me sentía orgulloso...
Hablo de carreteles como si todo el mundo los conociera. Hace años dejaron de usarse. En ellos venía el hilo que era usado en las máquinas de coser. Eran cilindros pequeños de madera perforados para así colocarlos en el perno de la máquina, y con una concavidad donde el hilo se envolvía. Eran perfectos para usarlos como rueditas uniéndolos con un eje. Así que la ingeniería también estaba presente.
Un carnaval decidimos disfrazarnos con Lola; por supuesto en forma tal, que nadie nos reconociese. Pero como se distanció para hablar con los vecinos, de riguroso incógnito, claro, le grité: ¡esperame Lola!. Ya de chiquito era una luz, mire. Quedó famoso.
Papá era el maestro de la banda. Bueno, banda es un decir. Los músicos eran gente que vivía de otra cosa; creo que la mayoría, si no todos los poquitos que eran, tocaban de oído. Ensayaban en el patio de casa. Y en casa paraba cada vez que pasaba por Bella Unión, Agustín Barrios. Era muy amigo de papá. Tengo su foto con dedicatoria, Le regalé copias a Carlevaro, Payssé y a un alumno. Se las debo a Agriel y Osvaldito.
Paraba también en casa un clarinetista argentino, que llevó la primicia de Sentimiento Gaucho. Como el nene era un artista en ciernes, me lo hacían cantar en todos lados. No crean que me disgustaba demasiado.
Salvo los días de lluvia o mientras estaba en la escuela, mi vida no conocía otro techo que el azul del cielo. En el patio trasero de la casa me había armado una herrería. De caballos, claro. Cuanta herradura vieja encontraba, la iba acomodando en la pared. Hasta que Adela dijo basta, y se acabó el herrar caballos imaginarios.
Cuando no llevaba la Pampita al riacho, me pasaba ratos larguísimos tratando de pegarle con cantos rodados, (la calle estaba sembrada de ellos), al único alambre de teléfono del pueblo. Iba de la estación hasta el puerto, y pasaba frente a casa. No era forrado como los de ahora. Era difícil acertarle; pero cuando lo lograba, compensaba con creces el esfuerzo y la paciencia. Me regalaba un sonido claro y vibrante, que más que del alambre parecía venir del cielo.
Es uno de mis recuerdos más vívidos. La columna de hierro, el alambre como una línea de plata brillando al sol con el cielo como fondo, y el sonido que para mí era una belleza. Tal vez porque costaba tanto conseguirlo.
Si tendría motivos para no aburrirme. Parece increíble, pero un tango trajo a mi memoria algo casi olvidado, que tiene que ver con lo que digo. Estaba escuchando Sur, cantado por Rivero. Cuando dice aquello de un perfume de yuyos y de alfalfa, de nuevo me bañaron el sol y el silencio de las siestas; en las que en distintos lugares, a veces en el terreno de casa, otras en la orilla del río, o cuando el lechero me llevaba al campo, (lo que era siempre una gloriosa aventura), aprendí a conocer cada flor y cada yuyo por su gusto y por su aroma. Así sentí otra vez el gusto dulce de las madreselvas, y el de los macachines mezclados con el sabor a tierra. Es que luego de arrancarlos, los limpiaba, (no demasiado, claro), en el pantalón. Su dulzor, mezclado como ya dije con el de la tierra húmeda, (los gurises de campaña saben de que hablo) se me hace nítido en el recuerdo. Algunos, como los azahares a los que disputaba a las abejas que los tomaban por asalto, te llenaban la boca más de perfume que de sabor Tantos, tantos otros olores y sabores; el de la yerba buena, los pétalos de rosa, el acre del trigo verde, y la alegría de encontrarse de improviso, abrazada a un cerco o a las ramas de un árbol, con una enredadera de mburucuyá adornada de frutas doradas. Claro que casi siempre los pájaros se me adelantaban, dejándome cáscaras vacías. Pero siempre la suerte me regalaba alguna, pintada de rojo todavía su interior por semillas envueltas en una pulpa suave y perfumada. Dejé para el final las pitangas. Maduraban por Noviembre o Diciembre, y su zumo violeta nos teñía la boca y sus alrededores. A demás de las manos. Muchísimos años después, cuando la suerte me llevó a conocer a esa querida gente de Tacuarembó durante los exámenes del Conservatorio Municipal, Graciela Beisón, profesora de flauta en ese conservatorio y amiga querida, me mandó por Gladys Margounato, su maestra, un frasco lleno. Gladys las probó y no entendía por qué me gustaban tanto. Ella no sabía que tenían sabor y perfume a niñez. Había otros yuyos, algunos dulzones, ásperos otros, insípidos muchos pero cada uno con su gusto o aroma definidos. No conozco el nombre de la mayoría, pero mientras escribo siento en las manos la textura, veo otra vez como dice la canción, los mil distintos tonos de verde, y otra vez el aroma y el sabor se hacen presentes, compañeros luminosos de la niñez.
Como dice Eustaquio Sosa, sería lindo saber cuantos yuyos se precisan pa‘ pintar de verde el campo.
Ya dije al principio que la coherencia no sería el fuerte de mi relato. Es que a la distancia, una imagen a veces aparentemente distinta, se asocia con otras que luego no lo son tanto y las trae de la mano. Entonces se siente la necesidad de en cierto modo, contar cosas que a lo mejor no tienen demasiado interés para los demás. Pero que fueron, son, vivencias entrañables. Y así aparecen, entremezclados, recuerdos de épocas distintas. Aunque si bien se mira no lo son tanto, ya que todas pertenecen a la infancia. A la simple y feliz infancia.
Está el campo, con la soledad luminosa, distancias y silencios; el río, con la inmensidad de su caudal, calmo y perezoso a su paso por el pueblo, agitado y rumoroso cuando las piedras de las cachueras hieren sus aguas, fragoroso y terrible con su corriente vestida de espuma centelleante al precipitarse en las cascadas del Salto Grande, hoy sepultado para siempre por la represa enorme. Y las casuarinas del pueblo. Aquí casi no se conocen; son una especie de pino. Cuando el viento era algo fuerte, al atravesar sus hojas delgadas como agujas, sonaba como un silbo para mí misterioso. A poco de llegar al Seminario, la nostalgia me volvió poeta. Por lo que el poema no se hizo esperar. Claro; tenía la cabeza y el corazón llenos de poesías románticas. A esa edad, quien no ha querido escribirlas. Como dicen los animadores cuando presentan a los artistas en el club del barrio, las primeras estrofas de mi joya literaria decían así. “Cuando el viento silba en las casuarinas,- obeliscos vivos de mi calle larga,- parece que vienen desde allá muy lejos,- ángeles y vírgenes con arpas y flautas.” De lo que seguía más vale no acordarse. Bendita inocencia diezañera; todavía creía que había ángeles y quedaban vírgenes. Pero como ven, estaban todos los elementos; los árboles, el viento, el arpa y la flauta. No podían faltar los ángeles y las vírgenes precisamente ahí en un lugar con olor a misticismo.
Pero del Seminario también quedan recuerdos que se entrecruzan con aquellos. Cuando llegué, en la vieja casona donde estaban las aulas, añosas magnolias dibujaban sombras cambiantes sobre el enorme patio, mientras lo perfumaban con el aroma penetrante de sus flores. Al atardecer, cuando el calor y la quietud del verano norteño desprendiéndose del cielo todavía bruñido por un sol de fuego caían sobre el patio, los gurises que estudiábamos en habitaciones abiertas al corredor que lo circundaba, quedábamos como borrachos de perfume y de luz Ahora, cuando en las pocas casa quintas que aún quedan, veo las viejas, infaltables magnolias de sus añosos patios, aunque no estén en flor, el recuerdo florece envuelto en la luz y el perfume inolvidables de esos tiempos.
Y ya en Montevideo, aunque con catorce años, (en ese entonces éramos en muchos aspectos todavía niños), mi primer contacto con la playa. Al mar lo había visto cuando vine con mi padre por primera vez; pero fue una visión fugaz, sin casi tiempo para el asombro.
En cambio en ese momento, al bajar a la playa de Buceo, donde me llevaron a pasar la mañana los primos Nuñez, quedé asombrado al comprobar la fidelidad con que Carmelo de Arzadum, en la copia de uno de sus cuadros que aparecía en un libro de lectura escolar, reproducía el color dorado de la arena. Parece increíble, pero aunque jamás había visto una playa, me resultó familiar. Tal vez por todo lo que en el pueblo había soñado mirando aquella página pintada de oro y azul. Entonces la inmensidad del mar y la luz de un día de verano, me trajeron el recuerdo del campo y sus distancias.
Aunque parezca mentira, yo no estaba muy convencido de que la tierra fuera redonda. Lo creía porque así lo aprendí enseñado por quienes para mí eran infalibles. Pero en mi fuero interno siempre acechaba una duda. Recuerdo que vi un velero alejarse; yo sabía que una de las evidencia era su desaparecer por etapas, desde la quilla al mástil. Entonces me puse a contemplarlo, y cuando se fue perdiendo tal como lo decían, no se me ocurrió otra cosa que decirme: era redonda nomás. Lo que demuestra que no soy proclive a la fe.
PAPÁ, LOS LIBROS Y LA MUSICA.
Volvamos entonces al entorno familiar. Papá tocaba la flauta, el clarinete, la guitarra y cantaba. Era el que cantaba las misas. Un tipo sensacional, sin mucha o ninguna noción del valor del dinero. Tenía, creo, hasta tercero de escuela. Yo le preguntaba distancias, por ej. Montevideo-Bs. Aires; me las decía en leguas, y era nomás. Lo mismo cosas históricas, o lo que fuera yo capaz de preguntarle, claro.
Había sido gran lector. Para entonces, estaba prácticamente ciego. Pero como en el pueblo había un señor con plata, don Maneco Ferreira, que tenía una magnífica biblioteca, lo aprovisionaba de libros que yo le leía. Entre los ocho y los nueve años le había, me había leído los Tres Mosqueteros, 20 años después, los Miserables, el Conde de Montecristo, algo del Quijote, sí señor, Julio Veme, Pérez Galdós, Güiraldes, etc. Era un ritual de todas las noches. Recuerdo uno que se llamaba los dramas del adulterio. Ese no, dijo el viejo. ¿Por qué? No es para vos. ¿Por qué?. Porque es malo.. Donde manda capitán... Me quedé con la espina. Pero seguramente ahí empezó algo que no me abandonaría jamás; el amor por la lectura. Costumbre por demás hermosa.
Lo que se dice sucesos que alteraran la tranquilidad y monotonía del pueblo eran casi inexistentes. Pero una vez apareció un circo; todo un acontecimiento Trapecio, equilibristas, payasos y, como final de fiesta, Juan Moreira el matrero. Se bailaba el pericón y ahí estábamos papá con su orquesta y yo como espectador. Durante una función, se desató un temporal impresionante; la carpa empezó a agitarse, y de pronto se rajó. Desbande general. Había que ver al matrero salir de atrás del aljibe de utilería, con el chiripá flameando y las espuelas levantando tierrita.
Para las fiestas de fin de año, íbamos a una escuelita rural, a pocos quilómetros del pueblo. Recuerdo el paso de un arroyo crecido con un coche de caballos. El agua llegaba casi hasta el piso, a pesar de ser las ruedas muy altas.
Un fin de curso bailamos el pericón; tengo la foto, gauchos y chinas, y el guitarrero. Adivinen quien. Claro, la guitarra era mía.
No vayan a creer; ya de chiquito era, como ahora, además de modesto, habilidoso. Con cañas y un alambre caliente para perforarlas, me hacía unas flautas que eran un lujo. Digo esto pues tuvo que ver con lo que ahora contaré. No sé si llamarlo destino o casualidad. Pero más de una vez, ciertos hechos marcaron en el momento preciso, cambios en mi vida. Va uno de ellos.
En el patio de casa, bajo un duraznero, había una enorme piedra de molino. En primavera, cuando el árbol florecía, me gustaba acostarme boca arriba para ver pasar allá en lo alto, entre el rosado de las flores, las nubes que formaban figuras caprichosas y ser, además, según lo que estuviera leyendo, D’Artagnan, Sandocán, Rio Kid, (era un folletín del oeste norteamericano), o uno de los Filibusteros del Caribe.
Resulta que en esa piedra había huecos llenos de esferas de plomo, cerrados con unas chapas a modo de puertas. Seguramente como contrapesos para balancearla. Por supuesto que las expropié. Fueron ellas el medio usado por la suerte para hacer llegar a mis manos el primer instrumento de verdad. Como muchas veces, un día fui a la herrería del pueblo. Me fascinaba ver trabajar el hierro al rojo para fabricar las herraduras. Y el herrero, que sabía de mi fabricación de flautas, ofreció cambiarme los plomos, según él para pescar, por una ocarina. Siempre lo recuerdo con agradecimiento. Yo estaba en otro mundo. No podía creer en tamaña suerte. Me pasaba haciendo sonar esa ocarina todo el tiempo. Los de la manzana debían llamarme el gusano. Ya se imaginan porqué. Y de pronto, ¡milagro!. Me salió sol la sol fa mi; un trozo reconocible de un pasodoble entonces de moda. Española Españolita. A partir de ese hallazgo, busqué el resto de la melodía. Cuando encontré los intervalos que la componían, no digo que me creí un genio, pero mi auto estima artística creció, no lo puedo negar, desmesuradamente. Practiqué esa melodía hasta aprenderla de memoria, y se la hice escuchar a papá. El viejo, con la objetividad propia de los padres, habrá pensado que el Golfgang Amadeus era un genio menor comparado con su nene. Y me regaló una flauta de verdad, de aquellas de 6 agujeros y 5 llaves que estaban en re. De ahí en más, no quedó pieza de moda que no asesinara.
Un 18 de julio, inflamado de fervor patriótico, bien tempranito me asomé a la ventana y ejecuté, (nunca fue mejor empleada la palabra) el himno nacional para todo el pueblo. Fue mi debut artístico a nivel público. Público invisible pero para mí seguramente atento. Y no me cupo la menor duda, maravillado.
Había sido gran lector. Para entonces, estaba prácticamente ciego. Pero como en el pueblo había un señor con plata, don Maneco Ferreira, que tenía una magnífica biblioteca, lo aprovisionaba de libros que yo le leía. Entre los ocho y los nueve años le había, me había leído los Tres Mosqueteros, 20 años después, los Miserables, el Conde de Montecristo, algo del Quijote, sí señor, Julio Veme, Pérez Galdós, Güiraldes, etc. Era un ritual de todas las noches. Recuerdo uno que se llamaba los dramas del adulterio. Ese no, dijo el viejo. ¿Por qué? No es para vos. ¿Por qué?. Porque es malo.. Donde manda capitán... Me quedé con la espina. Pero seguramente ahí empezó algo que no me abandonaría jamás; el amor por la lectura. Costumbre por demás hermosa.
Lo que se dice sucesos que alteraran la tranquilidad y monotonía del pueblo eran casi inexistentes. Pero una vez apareció un circo; todo un acontecimiento Trapecio, equilibristas, payasos y, como final de fiesta, Juan Moreira el matrero. Se bailaba el pericón y ahí estábamos papá con su orquesta y yo como espectador. Durante una función, se desató un temporal impresionante; la carpa empezó a agitarse, y de pronto se rajó. Desbande general. Había que ver al matrero salir de atrás del aljibe de utilería, con el chiripá flameando y las espuelas levantando tierrita.
Para las fiestas de fin de año, íbamos a una escuelita rural, a pocos quilómetros del pueblo. Recuerdo el paso de un arroyo crecido con un coche de caballos. El agua llegaba casi hasta el piso, a pesar de ser las ruedas muy altas.
Un fin de curso bailamos el pericón; tengo la foto, gauchos y chinas, y el guitarrero. Adivinen quien. Claro, la guitarra era mía.
No vayan a creer; ya de chiquito era, como ahora, además de modesto, habilidoso. Con cañas y un alambre caliente para perforarlas, me hacía unas flautas que eran un lujo. Digo esto pues tuvo que ver con lo que ahora contaré. No sé si llamarlo destino o casualidad. Pero más de una vez, ciertos hechos marcaron en el momento preciso, cambios en mi vida. Va uno de ellos.
En el patio de casa, bajo un duraznero, había una enorme piedra de molino. En primavera, cuando el árbol florecía, me gustaba acostarme boca arriba para ver pasar allá en lo alto, entre el rosado de las flores, las nubes que formaban figuras caprichosas y ser, además, según lo que estuviera leyendo, D’Artagnan, Sandocán, Rio Kid, (era un folletín del oeste norteamericano), o uno de los Filibusteros del Caribe.
Resulta que en esa piedra había huecos llenos de esferas de plomo, cerrados con unas chapas a modo de puertas. Seguramente como contrapesos para balancearla. Por supuesto que las expropié. Fueron ellas el medio usado por la suerte para hacer llegar a mis manos el primer instrumento de verdad. Como muchas veces, un día fui a la herrería del pueblo. Me fascinaba ver trabajar el hierro al rojo para fabricar las herraduras. Y el herrero, que sabía de mi fabricación de flautas, ofreció cambiarme los plomos, según él para pescar, por una ocarina. Siempre lo recuerdo con agradecimiento. Yo estaba en otro mundo. No podía creer en tamaña suerte. Me pasaba haciendo sonar esa ocarina todo el tiempo. Los de la manzana debían llamarme el gusano. Ya se imaginan porqué. Y de pronto, ¡milagro!. Me salió sol la sol fa mi; un trozo reconocible de un pasodoble entonces de moda. Española Españolita. A partir de ese hallazgo, busqué el resto de la melodía. Cuando encontré los intervalos que la componían, no digo que me creí un genio, pero mi auto estima artística creció, no lo puedo negar, desmesuradamente. Practiqué esa melodía hasta aprenderla de memoria, y se la hice escuchar a papá. El viejo, con la objetividad propia de los padres, habrá pensado que el Golfgang Amadeus era un genio menor comparado con su nene. Y me regaló una flauta de verdad, de aquellas de 6 agujeros y 5 llaves que estaban en re. De ahí en más, no quedó pieza de moda que no asesinara.
Un 18 de julio, inflamado de fervor patriótico, bien tempranito me asomé a la ventana y ejecuté, (nunca fue mejor empleada la palabra) el himno nacional para todo el pueblo. Fue mi debut artístico a nivel público. Público invisible pero para mí seguramente atento. Y no me cupo la menor duda, maravillado.
PRIMER VIAJE A LA CAPITAL
Hasta que un día, conmoción a nivel familiar. La China amaneció atacada de apendicitis, y urgente a Montevideo; en el pueblo todavía no había posibilidad de operarse. Entonces papá decidió ir también él. Tal vez a tratarse la vista. Vendió la Pampita con su ternero por quince pesos, y allá fuimos. Veinticinco horas de ferrocarril. Imborrable. El paso sobre el río Negro, la llegada a las estaciones con la gente esperando en los andenes, el almuerzo en el salón comedor, los campos llenándose de misterio al anochecer, la niebla de la mañana y el resoplar de la locomotora a la que veía en las curvas, como la cabeza de un enorme dragón jadeando y escupiendo humo me tenían maravillado. No quería dormirme; aquello para mí era fascinante. Todavía no tenía cumplidos los siete años
Pero a esa edad puede más el sueño que la voluntad. Pero bien tempranito estaba despierto pensando en llegar a la gran ciudad. Fuimos a vivir a casa de una tía, hermana de mamá. Me impresionaron los tranvías y los primeros ómnibus. Por la noche, el centro era mágico; y el mar con sus barcos visto fugazmente, me dio tema para cuando volví al pueblo y contaba, exagerando, la inmensidad del agua que llegaba al horizonte, el bullicio de la ciudad, el tamaño del salón de los pasos perdidos en el Legislativo hacía poco inaugurado, los almacenes con sus cajones de fruta en exhibición, y los repartidores a domicilio.
El viejo no aguantó la ciudad y nos volvimos. Cambiamos de casa; fuimos a un viejo molino arrocero, con galpones y una máquina llenas de correas y ruedas enormes. Se imaginan el disgusto que tendría. Daba para todo. Desde derrotar bandidos, ser maquinista de ferrocarril, hasta transformarla en un castillo inexpugnable con puente levadizo y todo. Había puesto una tabla, y la levantaba o bajaba con una cuerda. El problema era que tenía que esquivar, al caminar por murallas y almenas, los nidos que las gallinas hacían sin importarles las tremendas batallas libradas por el castellano. Y no colaboraban. Después de poner unos hermosos huevos, cacareaban con un entusiasmo capaz de despertar a todo el campamento enemigo.
Nuestro lechero que vivía en el campo, cada tanto le pedía a mi padre y me llevaba a pasar el día. Esa siempre era una aventura fantástica. El viaje en el sulky abriendo porteras, .atravesando cañadas, con los ñandúes disparando al acercarnos, las perdices emprendiendo el vuelo de improviso casi entre las patas del caballo, y los teros escandalizando con sus gritos. Todo bajo un sol deslumbrante. Todavía veo la para mí infinita inmensidad del campo, solo alterada por la silueta solitaria del rancho del lechero, flanqueado por dos álamos altísimos.
Llegábamos, y a comer choclo asado, algún guiso, (de capón, por supuesto), y a la cañada. A sentarme en la orilla, con las patitas en el agua, a esa hora ya tibia, a escuchar las chicharras y mirar a las libélulas en su vuelo silencioso rozar el agua y posarse después en algún junco solitario, en el que se balanceaban estáticas, bañadas de luz. Y el infaltable Martín Pescador, a veces más de uno, con su plumaje tornasolado, expectante sobre un sauce, para lanzarse como una flecha azul, zambullirse, y aparecer después con una mojarra en el pico. Siempre llevaba migas de galleta en los bolsillos para tirarlos al agua, y ver como las mojarras las paseaban por la superficie, hasta hacerlas desaparecer en un brillar de burbujas.
El lechero, (parece mentira, no recuerdo su nombre), me dejaba ir a la cañada con la promesa solemne de volver prontito. Cuando pienso en esas vivencias, me sucede algo difícil de explicar y supongo más difícil aun de entender. Es como si me viera volver caminando bajo un sol deslumbrante en el campo infinito. Hay una especie de desdoblamiento. Las sensaciones, la inmensidad del paisaje, (era todo campo, solo algún lejano monte de abrigo y el rancho solitario del lechero), están vivas en mí. Como está vivo el recuerdo de mi esperanza de ver un lagarto al sol. Nunca lo logré. En ese lugar, quiero decir. Y al regreso, mi lento caminar sobre los pastos muchas veces marchitos por el calor de la tarde, cuando hasta los bichitos están aletargados. Sin embargo, veía, todavía lo hago, caminar a mi propia imagen y a mí como espectador. Tal vez haya una explicación racional. Yo no la tengo.
Y al regresar a veces entre dos luces, con el horizonte vistiéndose de rosado, ver a los dormilones (son pájaros que durante el día están aletargados, los he visto amodorrados a orilla del camino) que se despiertan y salen en vuelo zigzagueante, a cazar los insectos que pueblan el aire del atardecer. Y escuchar a los tucu-tucu, que desde sus galerías subterráneas, con su grito siempre lejano, (cuando uno anda cerca se mantienen calladitos), le ponen al campo acentos de distancia.
Si se hacía noche y había luna, el campo silencioso se llenaba de misterio.
Cuando no la había, ese mismo campo constelado de bichitos de luz, era una fiesta de estrellitas vivas al alcance de la mano. Muchos años después, cuando la suerte me llevó a ser solista de la orquesta y tocamos “Campo” de don Eduardo, sentí que él también fue un niño campesino. Un hombre de ciudad no puede poner en música esa imagen de sol, soledad y distancia.
Pero también había claroscuros. A la edad en que la vida es una sucesión de sueños, el primer desengaño es el que más lastima. Tenia siete años, y aun creía en los Reyes. A lo mejor quería creer. Mi padre, no sé si porque la economía andaba mal o pensó que era hora de avivarme, un día, cuando yo estaba mirando nada por la ventana del frente, se acercó. ¿Todavía creés en los Reyes?. Yo no entendí el porqué de la pregunta. Entonces me lo explicó. El día estaba hermoso. Pero una congoja aplastante hizo que lo viera todo gris.
Me sentí como perdido; una sensación de vacío no sé si en el pecho o en el alma, me impedía pensar. No sé como explicarlo. Me resistía sin saberlo, creo, a matar un sueño. Después murieron otros; pero a ninguno lloré tanto como a ese.
Y estuve preso, sí señor, en la comisaría del pueblo. Yo era un niño bueno pero un poquito travieso. Así que papá decidió darme una lección. Como es de imaginar, se conocía a todos los milicos, seguramente los tenía conversados.
Uno de esos rarísimos días en que me porté muy mal, me llevó no sé con que excusa hasta la plaza. Al pasar por la comisaría me agarró de la mano y entramos para hablar según él, con el comisario. A este señorito, le dijo a Miro, (todavía me acuerdo el nombre del milico) me lo mete en el calabozo, y mañana cuando los compañeros pasen para la escuela, lo pone a barrer la vereda.
El calabozo era nada. Pero barrer la vereda cuando pasaran los otros, era una especie de muerte en vida.
Claro, estuve preso media hora. Prometí ser bueno y obediente per sécula seculorum y me dejaron salir.
Y aunque parezca mentira, estuve a punto de ir a parar de nuevo al tétrico calabozo del pueblo. Esta vez injustamente. Era mi cumpleaños; y mi padre me dejó ir a jugar a la bolita con los amigos. Se imaginan las recomendaciones. Creo que si había dos cachilas en el pueblo era mucho.
- Andá con cuidado.
- Sí, papá.
- Siempre por la vereda.
- Si, papá.
- No te pelees con los gurises.
- No, papá.
- No bajes a la calle.
- No, papá.
- Portate bien.
- Sí, papá.
- No vuelvas tarde.
- No, papá.
- Y no te juntes con el Coco.
- ¡Nooo papaá!.
El Coco era el Hukleberry Finn del pueblo. Rotoso, mugriento, flaco, seguramente mal alimentado, era un mal ejemplo ambulante. Era especialista en robo de fruta; iba a lugares del río vedados para nosotros, y tenía un archivo de palabrotas. Cuando se enojaba y las sacaba a relucir, nos dejaba con la boca abierta y los ojos como el dos de oro. Que envidia.
Así que ni bien doblé la esquina, como tiro a buscar al Coco. Estaba jugando con la barra de siempre a la bolita. Me enganché como un solo hombre. Pero los padres de los gurises de buena familia tenían apalabrados a los milicos para que cuando nos encontraran con el Coco nos llevaran a nuestras casas. Yo estaba en cuclillas pronto para tirar, cuando se oyó un galope, una parada y el milico que se tira del caballo. ¡Cagaron gurises!. Otra cosa no tendría, pero los representantes del orden eran muy delicados. Era grande como un rancho; me agarró de la mano y a marchar. «Así que te escapaste, ¿no?. Ahora te llevo a la comisaría y vas a ver cuando don Bosco se entere». Pero si me dejó, hoy es mi cumpleaños. «Sí, sí; te creo.‑ Me salvó que pasamos frente a la casa de mi tía Bórtola, hermana de mi madre, -¡Décalo, décalo que es lo comple anio! ío le regaló cincue riale.» Dos pájaros de un tiro. Me salvó y proclamó su generosidad a los cuatro vientos. Otra más breve. En mi vida había jugado al fútbol. Me invitaron, papá dijo sí y allá fui. Vos tirás para allá. Todo bien. Hasta que vino la pelota hacia donde yo estaba. Agarrala, Chago!. Y la agarré. Pero con las dos manos. No es mentira; me mandaron atrás del arco.
En el pueblo todavía no había liceo; yo estaba en quinto de primaria. Me supongo que para que estudiara, papá decidió mandarme al Seminario de Salto.
Hasta mi partida al Seminario, mi socia de juegos era Lola. Me llevaba seis años, pero igual nos queríamos y nos peleábamos como corresponde a buenos hermanos. Cuando se armaba, ella me tiraba del pelo y yo, si estaba calzado le pateaba las canillas. Pero duraba el enojo muy poco. Al fin y al cabo, yo era el hermanito más chico. También a veces Elba nos hacía compañía.
Y dos oportunidades en los que no ya el país sino la humanidad estuvieron a punto de experimentar una pérdida irreparable. En la casa de mi madrina, de la que más vale no acordarse, había como en todas las del pueblo, naranjos. Y en uno de ellos, solitaria, en la punta de una rama una naranja chiquita y bien madura, como un desafío. A vos te bajo de cualquier manera. Con un palo no llegaba; a pedradas, no le pegué ninguna. Entonces, está mal que lo diga, pero afloró mi ingenio innato; até una piedra a un hilo de cometa, y luego de dos o tres intentos, logré engancharla, y cayó derrotada a mis pies Pero la maldita planeaba vengarse, usando como medio mi glotonería. La pelé y adentro. Como dije, era chiquita; así que marchó entera a la boca. Cuando ya no le quedaba más jugo, quise tragarla. Y ahí se trancó, ni adentro ni afuera. Quien no ha pasado por una situación así, no se puede imaginar lo desesperante que resulta. No podés respirar ni gritar para pedir auxilio. Se pierde hasta la capacidad de razonar.
A mí me salvó el instinto. Fue, puramente mecánico. Crucé las manos sobre la cabeza y empecé a saltar. Pero saltos desesperados. Eso debe haber hecho que la compresión pulmonar hiciera saltar la naranjita. Me senté a llorar como un idiota.
Y la otra; una vez monté a caballo, como dice Yupanqui, y en la calle me metí. Me lo prestó un gurí amigo. Fui hasta casa para compadrear frente a Lola; ella se asomó a la ventana y golpeó la cortina. El bicho se asustó, arrancó de golpe y de golpe me fui al suelo. Todavía veo la pata trasera con su herradura brillante, pasar rozándome la cabeza a la altura de la frente. Pudo haberme matado. Pero como dije antes, para evitar a la humanidad tan terrible pérdida, los hados lo impidieron.
Por esa época, 9 años más o menos, tuve sarampión, y vino a verme la hermana de un amigo. Era una señorita. Me dio un beso, y quedé en otro mundo. Estaba enamorado hasta las muelas. Ella tendría unos veinte años. Lo que es la precocidad.
Como todos los gurises, deseaba ser grande y cumplir los 18 para poder votar. Por el batIlismo, faltaba más. Papá era batllista y garibaldino; me salvé por casualidad de llamarme Ítalo. Suerte que a doña Jacinta le dio por esperar un poco, si no, de haber nacido el 20, fecha gloriosa de la Italia, (¡avanti póppolo al Vaticano con bomba in mano!) la hubiera quedado. Pero no. Nací el 21, no podía ser de otra manera ; a la primavera en este país le estaría faltando algo sin mi modesta presencia. No debe olvidarse que el 21 era fiesta, con rojo en el almanaque. Dicen los envidiosos que era recordando el Cabildo abierto de 1810; pero que en mi cumpleaños era fiesta nacional, no puede negarse.
El período preelectoral cambiaba la pacífica forma de vida del pueblo. No hay que olvidar que habían transcurrido apenas 25 años de la última guerra civil. El recuerdo estaba aún fresco y las pasiones le ganaban por lejos a la razón. Eran los tiempos de ¡blanco y celeste, aunque la vida me cueste!. Y; ¡yo soy colorado puro y no niego mi opinión, y quisiera ver a un blanco en la punta’e mi facón ! Aunque comparado con otras zonas del país, la cosa era muy suave. Tal vez por ser los habitantes del pueblo hijos o nietos de inmigrantes, en su mayoría italianos, no había prendido tanto el fanatismo por las divisas. A pesar de todo, gente que en épocas normales aunque no fueran amigos tenía un trato cordial, esos días, en que se organizaban cantones partidarios con taba, caña y oratoria encendida de los caudillos zonales, según fuera el color de cada corazón, se miraban de reojo. Contaba mi padre que cuando el ejército de Aparicio se acercaba a Bella Unión, decidió viajar a la Argentina pues los aires de Corrientes eran en ese momento más saludables que los del pueblo natal.
Indudablemente una medida muy inteligente; de no haberla tomado tal vez las consecuencias hubieran sido impredecibles. El árbol familiar no hubiera sido pródigo en frutos brillantes como luego lo fue. Indudablemente el viejo tenía las cosas claras. Por suerte. Recuerdo una vez en que un señor vino a buscar a papá para tocar y cantar en un banquete organizado por uno de los estancieros de la zona. No estoy tan seguro fuera estanciero; pero sí un personaje importante. Para el lugar, claro. Al día siguiente cuando el susodicho señor vino a pagarle, le dijo a don Santiago: «Acá le manda fulano el dinero que Ud. cobró; pero como quedó muy conforme, mi amigo y CORRELIGIONARIO le agregó este otro dinero de regalo». Puso énfasis en lo de correligionario El viejo muy ceremonioso le agradeció la gentileza. Cuando el tipo se fue, le salió del alma. Me parece estarlo oyendo. Ahora que me pagaste, vos y tu amigo el correligionario se pueden ir a la putísima madre que los parió. Mi papito era expeditivo.
Un día, no recuerdo la hora, primeras de la tarde me parece, todo el mundo se había congregado frente a la casa del juez ( Hafliger creo se llamaba). Tenía una de las poquísimas radios del pueblo; el acontecimiento era la llegada a Montevideo del Plus Ultra, luego de su travesía intercontinental. Era pilotado por Ramón Franco, hermano de Francisco, asesino de media España. El juez escuchaba las noticias y las transmitía a la gente. Realmente para la época una verdadera hazaña. (La travesía; no la transmisión).
Muchos años después, en el museo de Luján vi al famoso Plus Ultra que quedó en la Argentina para siempre.
Realmente, no solo es asombroso el cruce del Atlántico. Uno cuando ve ese monstruo no se explica como volaba. Indudablemente, esa gente hacía camino al andar.
Tenía el pueblo, faltaba más, sus equipos de fútbol. Como corresponde dos se disputaban las simpatías de la hinchada. Santa Rosa y Uruguay. Papá nunca trató de influir en mi albedrío. Eso jamás; la libertad es libre. Lo único que hacía era decirme: cuando te pregunten lo que sos, tenés que contestar: colorado y de Santa Rosa.
Fue un acontecimiento que ocupó la atención del pueblo todo la guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay. Yo me imaginaba luchas románticas y heroicas como las de nuestra historia oficial. Claro, después uno se entera que esa guerra la planificaron la Shell, Esso y multinacionales varias por el petróleo del Chaco, con la ayuda por supuesto de los gobernantes patrióticos de turno. Capataces, bah. Me acuerdo que escuché en la parroquia decir al padre Casañas, párroco del pueblo, que esa guerra era castigo de Dios. En ese momento me lo creí. Después uno piensa que Dios siempre castiga a los desgraciados. Los que morían, sufrían y mataban eran siempre los mismos.
Pero a esa edad puede más el sueño que la voluntad. Pero bien tempranito estaba despierto pensando en llegar a la gran ciudad. Fuimos a vivir a casa de una tía, hermana de mamá. Me impresionaron los tranvías y los primeros ómnibus. Por la noche, el centro era mágico; y el mar con sus barcos visto fugazmente, me dio tema para cuando volví al pueblo y contaba, exagerando, la inmensidad del agua que llegaba al horizonte, el bullicio de la ciudad, el tamaño del salón de los pasos perdidos en el Legislativo hacía poco inaugurado, los almacenes con sus cajones de fruta en exhibición, y los repartidores a domicilio.
El viejo no aguantó la ciudad y nos volvimos. Cambiamos de casa; fuimos a un viejo molino arrocero, con galpones y una máquina llenas de correas y ruedas enormes. Se imaginan el disgusto que tendría. Daba para todo. Desde derrotar bandidos, ser maquinista de ferrocarril, hasta transformarla en un castillo inexpugnable con puente levadizo y todo. Había puesto una tabla, y la levantaba o bajaba con una cuerda. El problema era que tenía que esquivar, al caminar por murallas y almenas, los nidos que las gallinas hacían sin importarles las tremendas batallas libradas por el castellano. Y no colaboraban. Después de poner unos hermosos huevos, cacareaban con un entusiasmo capaz de despertar a todo el campamento enemigo.
Nuestro lechero que vivía en el campo, cada tanto le pedía a mi padre y me llevaba a pasar el día. Esa siempre era una aventura fantástica. El viaje en el sulky abriendo porteras, .atravesando cañadas, con los ñandúes disparando al acercarnos, las perdices emprendiendo el vuelo de improviso casi entre las patas del caballo, y los teros escandalizando con sus gritos. Todo bajo un sol deslumbrante. Todavía veo la para mí infinita inmensidad del campo, solo alterada por la silueta solitaria del rancho del lechero, flanqueado por dos álamos altísimos.
Llegábamos, y a comer choclo asado, algún guiso, (de capón, por supuesto), y a la cañada. A sentarme en la orilla, con las patitas en el agua, a esa hora ya tibia, a escuchar las chicharras y mirar a las libélulas en su vuelo silencioso rozar el agua y posarse después en algún junco solitario, en el que se balanceaban estáticas, bañadas de luz. Y el infaltable Martín Pescador, a veces más de uno, con su plumaje tornasolado, expectante sobre un sauce, para lanzarse como una flecha azul, zambullirse, y aparecer después con una mojarra en el pico. Siempre llevaba migas de galleta en los bolsillos para tirarlos al agua, y ver como las mojarras las paseaban por la superficie, hasta hacerlas desaparecer en un brillar de burbujas.
El lechero, (parece mentira, no recuerdo su nombre), me dejaba ir a la cañada con la promesa solemne de volver prontito. Cuando pienso en esas vivencias, me sucede algo difícil de explicar y supongo más difícil aun de entender. Es como si me viera volver caminando bajo un sol deslumbrante en el campo infinito. Hay una especie de desdoblamiento. Las sensaciones, la inmensidad del paisaje, (era todo campo, solo algún lejano monte de abrigo y el rancho solitario del lechero), están vivas en mí. Como está vivo el recuerdo de mi esperanza de ver un lagarto al sol. Nunca lo logré. En ese lugar, quiero decir. Y al regreso, mi lento caminar sobre los pastos muchas veces marchitos por el calor de la tarde, cuando hasta los bichitos están aletargados. Sin embargo, veía, todavía lo hago, caminar a mi propia imagen y a mí como espectador. Tal vez haya una explicación racional. Yo no la tengo.
Y al regresar a veces entre dos luces, con el horizonte vistiéndose de rosado, ver a los dormilones (son pájaros que durante el día están aletargados, los he visto amodorrados a orilla del camino) que se despiertan y salen en vuelo zigzagueante, a cazar los insectos que pueblan el aire del atardecer. Y escuchar a los tucu-tucu, que desde sus galerías subterráneas, con su grito siempre lejano, (cuando uno anda cerca se mantienen calladitos), le ponen al campo acentos de distancia.
Si se hacía noche y había luna, el campo silencioso se llenaba de misterio.
Cuando no la había, ese mismo campo constelado de bichitos de luz, era una fiesta de estrellitas vivas al alcance de la mano. Muchos años después, cuando la suerte me llevó a ser solista de la orquesta y tocamos “Campo” de don Eduardo, sentí que él también fue un niño campesino. Un hombre de ciudad no puede poner en música esa imagen de sol, soledad y distancia.
Pero también había claroscuros. A la edad en que la vida es una sucesión de sueños, el primer desengaño es el que más lastima. Tenia siete años, y aun creía en los Reyes. A lo mejor quería creer. Mi padre, no sé si porque la economía andaba mal o pensó que era hora de avivarme, un día, cuando yo estaba mirando nada por la ventana del frente, se acercó. ¿Todavía creés en los Reyes?. Yo no entendí el porqué de la pregunta. Entonces me lo explicó. El día estaba hermoso. Pero una congoja aplastante hizo que lo viera todo gris.
Me sentí como perdido; una sensación de vacío no sé si en el pecho o en el alma, me impedía pensar. No sé como explicarlo. Me resistía sin saberlo, creo, a matar un sueño. Después murieron otros; pero a ninguno lloré tanto como a ese.
Y estuve preso, sí señor, en la comisaría del pueblo. Yo era un niño bueno pero un poquito travieso. Así que papá decidió darme una lección. Como es de imaginar, se conocía a todos los milicos, seguramente los tenía conversados.
Uno de esos rarísimos días en que me porté muy mal, me llevó no sé con que excusa hasta la plaza. Al pasar por la comisaría me agarró de la mano y entramos para hablar según él, con el comisario. A este señorito, le dijo a Miro, (todavía me acuerdo el nombre del milico) me lo mete en el calabozo, y mañana cuando los compañeros pasen para la escuela, lo pone a barrer la vereda.
El calabozo era nada. Pero barrer la vereda cuando pasaran los otros, era una especie de muerte en vida.
Claro, estuve preso media hora. Prometí ser bueno y obediente per sécula seculorum y me dejaron salir.
Y aunque parezca mentira, estuve a punto de ir a parar de nuevo al tétrico calabozo del pueblo. Esta vez injustamente. Era mi cumpleaños; y mi padre me dejó ir a jugar a la bolita con los amigos. Se imaginan las recomendaciones. Creo que si había dos cachilas en el pueblo era mucho.
- Andá con cuidado.
- Sí, papá.
- Siempre por la vereda.
- Si, papá.
- No te pelees con los gurises.
- No, papá.
- No bajes a la calle.
- No, papá.
- Portate bien.
- Sí, papá.
- No vuelvas tarde.
- No, papá.
- Y no te juntes con el Coco.
- ¡Nooo papaá!.
El Coco era el Hukleberry Finn del pueblo. Rotoso, mugriento, flaco, seguramente mal alimentado, era un mal ejemplo ambulante. Era especialista en robo de fruta; iba a lugares del río vedados para nosotros, y tenía un archivo de palabrotas. Cuando se enojaba y las sacaba a relucir, nos dejaba con la boca abierta y los ojos como el dos de oro. Que envidia.
Así que ni bien doblé la esquina, como tiro a buscar al Coco. Estaba jugando con la barra de siempre a la bolita. Me enganché como un solo hombre. Pero los padres de los gurises de buena familia tenían apalabrados a los milicos para que cuando nos encontraran con el Coco nos llevaran a nuestras casas. Yo estaba en cuclillas pronto para tirar, cuando se oyó un galope, una parada y el milico que se tira del caballo. ¡Cagaron gurises!. Otra cosa no tendría, pero los representantes del orden eran muy delicados. Era grande como un rancho; me agarró de la mano y a marchar. «Así que te escapaste, ¿no?. Ahora te llevo a la comisaría y vas a ver cuando don Bosco se entere». Pero si me dejó, hoy es mi cumpleaños. «Sí, sí; te creo.‑ Me salvó que pasamos frente a la casa de mi tía Bórtola, hermana de mi madre, -¡Décalo, décalo que es lo comple anio! ío le regaló cincue riale.» Dos pájaros de un tiro. Me salvó y proclamó su generosidad a los cuatro vientos. Otra más breve. En mi vida había jugado al fútbol. Me invitaron, papá dijo sí y allá fui. Vos tirás para allá. Todo bien. Hasta que vino la pelota hacia donde yo estaba. Agarrala, Chago!. Y la agarré. Pero con las dos manos. No es mentira; me mandaron atrás del arco.
En el pueblo todavía no había liceo; yo estaba en quinto de primaria. Me supongo que para que estudiara, papá decidió mandarme al Seminario de Salto.
Hasta mi partida al Seminario, mi socia de juegos era Lola. Me llevaba seis años, pero igual nos queríamos y nos peleábamos como corresponde a buenos hermanos. Cuando se armaba, ella me tiraba del pelo y yo, si estaba calzado le pateaba las canillas. Pero duraba el enojo muy poco. Al fin y al cabo, yo era el hermanito más chico. También a veces Elba nos hacía compañía.
Y dos oportunidades en los que no ya el país sino la humanidad estuvieron a punto de experimentar una pérdida irreparable. En la casa de mi madrina, de la que más vale no acordarse, había como en todas las del pueblo, naranjos. Y en uno de ellos, solitaria, en la punta de una rama una naranja chiquita y bien madura, como un desafío. A vos te bajo de cualquier manera. Con un palo no llegaba; a pedradas, no le pegué ninguna. Entonces, está mal que lo diga, pero afloró mi ingenio innato; até una piedra a un hilo de cometa, y luego de dos o tres intentos, logré engancharla, y cayó derrotada a mis pies Pero la maldita planeaba vengarse, usando como medio mi glotonería. La pelé y adentro. Como dije, era chiquita; así que marchó entera a la boca. Cuando ya no le quedaba más jugo, quise tragarla. Y ahí se trancó, ni adentro ni afuera. Quien no ha pasado por una situación así, no se puede imaginar lo desesperante que resulta. No podés respirar ni gritar para pedir auxilio. Se pierde hasta la capacidad de razonar.
A mí me salvó el instinto. Fue, puramente mecánico. Crucé las manos sobre la cabeza y empecé a saltar. Pero saltos desesperados. Eso debe haber hecho que la compresión pulmonar hiciera saltar la naranjita. Me senté a llorar como un idiota.
Y la otra; una vez monté a caballo, como dice Yupanqui, y en la calle me metí. Me lo prestó un gurí amigo. Fui hasta casa para compadrear frente a Lola; ella se asomó a la ventana y golpeó la cortina. El bicho se asustó, arrancó de golpe y de golpe me fui al suelo. Todavía veo la pata trasera con su herradura brillante, pasar rozándome la cabeza a la altura de la frente. Pudo haberme matado. Pero como dije antes, para evitar a la humanidad tan terrible pérdida, los hados lo impidieron.
Por esa época, 9 años más o menos, tuve sarampión, y vino a verme la hermana de un amigo. Era una señorita. Me dio un beso, y quedé en otro mundo. Estaba enamorado hasta las muelas. Ella tendría unos veinte años. Lo que es la precocidad.
Como todos los gurises, deseaba ser grande y cumplir los 18 para poder votar. Por el batIlismo, faltaba más. Papá era batllista y garibaldino; me salvé por casualidad de llamarme Ítalo. Suerte que a doña Jacinta le dio por esperar un poco, si no, de haber nacido el 20, fecha gloriosa de la Italia, (¡avanti póppolo al Vaticano con bomba in mano!) la hubiera quedado. Pero no. Nací el 21, no podía ser de otra manera ; a la primavera en este país le estaría faltando algo sin mi modesta presencia. No debe olvidarse que el 21 era fiesta, con rojo en el almanaque. Dicen los envidiosos que era recordando el Cabildo abierto de 1810; pero que en mi cumpleaños era fiesta nacional, no puede negarse.
El período preelectoral cambiaba la pacífica forma de vida del pueblo. No hay que olvidar que habían transcurrido apenas 25 años de la última guerra civil. El recuerdo estaba aún fresco y las pasiones le ganaban por lejos a la razón. Eran los tiempos de ¡blanco y celeste, aunque la vida me cueste!. Y; ¡yo soy colorado puro y no niego mi opinión, y quisiera ver a un blanco en la punta’e mi facón ! Aunque comparado con otras zonas del país, la cosa era muy suave. Tal vez por ser los habitantes del pueblo hijos o nietos de inmigrantes, en su mayoría italianos, no había prendido tanto el fanatismo por las divisas. A pesar de todo, gente que en épocas normales aunque no fueran amigos tenía un trato cordial, esos días, en que se organizaban cantones partidarios con taba, caña y oratoria encendida de los caudillos zonales, según fuera el color de cada corazón, se miraban de reojo. Contaba mi padre que cuando el ejército de Aparicio se acercaba a Bella Unión, decidió viajar a la Argentina pues los aires de Corrientes eran en ese momento más saludables que los del pueblo natal.
Indudablemente una medida muy inteligente; de no haberla tomado tal vez las consecuencias hubieran sido impredecibles. El árbol familiar no hubiera sido pródigo en frutos brillantes como luego lo fue. Indudablemente el viejo tenía las cosas claras. Por suerte. Recuerdo una vez en que un señor vino a buscar a papá para tocar y cantar en un banquete organizado por uno de los estancieros de la zona. No estoy tan seguro fuera estanciero; pero sí un personaje importante. Para el lugar, claro. Al día siguiente cuando el susodicho señor vino a pagarle, le dijo a don Santiago: «Acá le manda fulano el dinero que Ud. cobró; pero como quedó muy conforme, mi amigo y CORRELIGIONARIO le agregó este otro dinero de regalo». Puso énfasis en lo de correligionario El viejo muy ceremonioso le agradeció la gentileza. Cuando el tipo se fue, le salió del alma. Me parece estarlo oyendo. Ahora que me pagaste, vos y tu amigo el correligionario se pueden ir a la putísima madre que los parió. Mi papito era expeditivo.
Un día, no recuerdo la hora, primeras de la tarde me parece, todo el mundo se había congregado frente a la casa del juez ( Hafliger creo se llamaba). Tenía una de las poquísimas radios del pueblo; el acontecimiento era la llegada a Montevideo del Plus Ultra, luego de su travesía intercontinental. Era pilotado por Ramón Franco, hermano de Francisco, asesino de media España. El juez escuchaba las noticias y las transmitía a la gente. Realmente para la época una verdadera hazaña. (La travesía; no la transmisión).
Muchos años después, en el museo de Luján vi al famoso Plus Ultra que quedó en la Argentina para siempre.
Realmente, no solo es asombroso el cruce del Atlántico. Uno cuando ve ese monstruo no se explica como volaba. Indudablemente, esa gente hacía camino al andar.
Tenía el pueblo, faltaba más, sus equipos de fútbol. Como corresponde dos se disputaban las simpatías de la hinchada. Santa Rosa y Uruguay. Papá nunca trató de influir en mi albedrío. Eso jamás; la libertad es libre. Lo único que hacía era decirme: cuando te pregunten lo que sos, tenés que contestar: colorado y de Santa Rosa.
Fue un acontecimiento que ocupó la atención del pueblo todo la guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay. Yo me imaginaba luchas románticas y heroicas como las de nuestra historia oficial. Claro, después uno se entera que esa guerra la planificaron la Shell, Esso y multinacionales varias por el petróleo del Chaco, con la ayuda por supuesto de los gobernantes patrióticos de turno. Capataces, bah. Me acuerdo que escuché en la parroquia decir al padre Casañas, párroco del pueblo, que esa guerra era castigo de Dios. En ese momento me lo creí. Después uno piensa que Dios siempre castiga a los desgraciados. Los que morían, sufrían y mataban eran siempre los mismos.
EL SEMINARIO
Y llegó el momento de marchar al Seminario. Vocación, lo que se dice vocación yo no tenía. Pero allá fui. Me acuerdo la despedida; yo lloraba a mares. Papá me dijo con una voz extraña un poco ronca; “No llores, es por tu bien”. “Es que yo lo quiero mucho, papá.” “Yo también te quiero, y te voy a ir a visitar”. Nunca más lo vi.
Y a vivir una nueva experiencia. Fuimos en un Ford A, en ese entonces un milagro de la tecnología. La carretera, (es un decir), era de balasto. Diciembre, un calor que ya te digo; los arroyos estaban bajos. Cada vez que atravesábamos uno, parábamos para refrescar las cubiertas.
Y llegamos. Me quedé impresionado. Fuimos al Palacio episcopal, frente a la plaza junto al Seminario. Los techos me parecían bajos comparados con los que conocía. Además, lisos; (en el pueblo eran de tirantería). Luz eléctrica y no se veían los cables. No lo podía creer. En el baño tirabas la cadena y ¡cataplúm!, una catarata; abrías la canilla y toda el agua que quisieras. En Bella Unión sacaban el agua del río en un barril enorme sobre un carro, y el aguatero lo vendía a vintén la lata de 20 litros. En casa habían dos barriles de lo que sacábamos lo necesario. No teníamos aljibe; éramos pobres. No había otra agua. La mineral, como la malta, solo en caso de enfermedad.
El hielo venía en ferrocarril de Salto y costaba 10 cénts. el quilo; prohibitivo. Llegaba en cajones cubierto de serrín como conservador. Un lujo solo al alcance de los ricos. Que no eran muchos.
Con agua del río nos lavábamos, se cocinaba, nos bañábamos calentándola en invierno en una olla, y yo me hacía unos refrescos de película con vinagre y azúcar. Tibio y todo vaya si lo disfrutaba. El que no conoce lo mejor, es feliz con lo que considera bueno. Aquí en Salto las cosas eran distintas, ya empezaban las comodidades a imponerse . El proceso era lento pues los medios de comunicación estaban en pañales.
Deslumbrado por tanta maravilla, (para mí todo aquello era fantástico), me fui a la ventana a mirar la calle y vi pasar un tranvía de caballitos. ¡Pah, lo que es el progreso.!
Esa noche lloré muchísimo. Había un cura español, el padre Domingo, al que recuerdo con gran cariño. Me ayudó a sobrellevar la tristeza. Fue muy tierno y me habló con gran calidad y calidez.
Y al día siguiente, al sitio donde estaban pasando las vacaciones. Llegué en ese período. Era una quinta preciosa de un Sr. Siemens, que tenía plata a carradas. La prestaba al Seminario durante todo el período. (La quinta, no la plata). Se me hace que tendría muchas cuentas que arreglar con Dios.
Y caí en un mundo de maravilla. Había meccanos con los que se armaban cantidad de cosas, se jugaba al truco y al mus, pelota de mano, fútbol, etc.
Al atardecer llegaba la hora del rosario. Mientras se rezaba, caminábamos por un sendero que discurría por entre árboles frondosos, cuyas copas se juntaban formando un túnel verde y sombrío, al que macizos de flores que salpicaban sus bordes, regalaban un perfume suave e indefinido. De esas flores solo recuerdo los colores; no recuerdo lo que eran. Se rezaba caminando lentamente. A la cuarta o quinta Ave María, ya estaba enterado de sobra que era Llena de gracia y que el Señor era con Ella, además de ser Bendita entre todas las mujeres como Bendito era el fruto de su vientre. Así que mi pensamiento, mientras repetía mecánicamente la oración, volaba hasta el pueblo, a Lola, mi padre y Elba a los que ya extrañaba.
Pero a pesar de todo, no sé si la oración o el lento caminar entre los árboles, me dejaban una sensación de tranquilidad. Al recordarlo pienso que esa tranquilidad es lo que de grandes llamamos paz interior. Como dijo aquel Señor en el sermón de la montaña, bienaventurados aquellos capaces de conquistarla. A lo mejor no lo dijo. Pero si no lo hizo fue porque se olvidó.
Pero lo mejor era el paseo diario después de la siesta al arroyo San Antonio. A bañarnos y pescar mojarras; a veces hasta algún bagre. Era un arroyo pequeño, pero con algunas lagunas hermosas. Recuerdo una placa en sus cercanías, recordaba a Garibaldi. Ese señor por lo visto era omnipresente. Vi monumentos y plazas con su nombre en Brasil, Méjico, Italia y acá. Creo que anduvo también por otros lados; en diligencia y barcos a vela. El San Antonio mantenía, no sé si aún hoy lo hará, un tupido monte criollo en sus orillas. Me dieron una malla; para regresar nos cambiábamos en el monte; por supuesto que bien escondidos para no mostrar las vergüenzas.
Mientras envolvía el mojarrero, puse la malla en un remanso. Y la olvidé. Que milagro; la cosa no es de ahora. Suerte que no llovió; llegamos, y ahí estaba, tal como la había dejado sujeta a un sarandí.
Hasta que se acabó el dulce y empezaron las clases. Eran jesuitas. Había clases todo el día, con pequeños recreos. A la hora de comer, silencio absoluto; para pedir la sal o el pan, había que hacerlo en secreto. Solo se oía la voz del lector de turno Casi siempre eran relatos edificantes, pero también de aventuras. Recuerdo cuando le tocó el turno a Ivanhoe; en los recreos éramos todos caballeros andantes.
Si seríamos simples los gurises de aquel tiempo. Una vez, no sé porque razón hubo una fiesta con piñata incluida. Para mí una novedad; en mi vida había visto una. Cuando un afortunado la rompió, a agarrar lo que pudiéramos. Había unos triángulos de queso tentadores; le clavé el diente, y era jabón; creo que fui el único en caer. Tenía diez años largos; jamás había probado un helado. Cuando me ofrecieron uno en una copa, saqué una cucharada y lo mastiqué. Me dolieron los dientes hasta la raíz. No sabía lo que era una masa de confitería. En el pueblo le llamábamos masitas a las galletitas Numancia; las únicas que conocíamos además de las María, por supuesto. Los refinamientos aún no habían llegado a aquellos pagos. Sin embargo, a pesar de los helados, sándwichs y postres Chajá, me seguían gustando el arroz con leche con canela y la mazamorra con vino y azúcar. Y no te digo nada del puré de higos. Que también.
Cuando había un evento deportivo, los Domingos, claro, íbamos acompañados de los curas a presenciarlos. Una vez, entre varias pruebas hubo una competencia ciclística donde ganaba el más lento. Lo hizo uno que se mantenía prácticamente parado sobre la bicicleta. Un hombre me preguntó por el ganador y se lo señalé. Resultado: una semana sin postre como castigo por hablar con extraños. No lo podía entender. Otro de los motivos para desear volver al pago.
Mientras busco en mi memoria recuerdos de aquellos tiempos del Seminario, pienso que tal vez el deseo de volver al pueblo querido me haya impedido, salvo en un par de ocasiones, sentirlos lo suficientemente hondos como para guardarlos en algún rincón del alma. Pero algunos quedaron. Uno, que tiene que ver con la naturaleza humana. Ya verán porque lo digo. Para desarrollar la capacidad de liderazgo así como la práctica de la democracia, se llevó a cabo una interesante experiencia. Solo a jesuitas pudo ocurrírseles. No creo que otra congregación hubiera puesto en práctica una cosa así. Se creó la República del Seminario, cuyo gobierno se disputaban dos partidos políticos. Los nombres, al recordarlos, también llaman mi atención. Progresismo y Evolucionismo. Claro que este evolucionismo nada tenía que ver con la teoría Darwiniana. Pero de cualquier manera es extraño no buscaran otro nombre. Yo me anoté en el progresista. Que me decís; sin saberlo, me estaba entrenando para el Encuentro.
Al principio todo bien; afiches, discursos por los más grandes, promesas de competencias deportivas y paseos más seguidos, etc. Cada agrupación tenía asignada una habitación que oficiaba de sede partidaria. En mi entusiasmo por la causa puse a su servicio mi brillante inventiva. Dibujé, con mi habilidad legendaria, un rancho y una casa. El rancho ni quieran saberlo. La imagen de la desolación y desesperada desesperanza, si me permiten la desesperada redundancia. Torcido, vencido por el abandono y la miseria, el techo desflecado, las paredes sin lugar para una grieta más, y los postes raquíticos del cerco derrumbados, sin el consuelo de un desgraciado pasto a su alrededor. De árboles, ni hablar. Solo quedaba un ex árbol, con las ramas resecas y deformadas como manos de bruja, que apuntaban a un montón de huesos dispersos rodeando una calavera que podía ser de perro, caballo, vaca o ex dueño del rancho; andá a saber. La fantástica maestría del dibujo daba para imaginar cualquier cosa. No van a negar que la sensación de miseria era realmente algo capaz de llevar al azorado observador al suicidio.
La casa, en cambio, tenía pretensiones de palacio. Con árboles de tronco marrón y copas frondosas de un verde delirante, pájaros entre las nubes, más grandes los pájaros que las nubes, y una espiral de humo que como un resorte subía al infinito surgiendo de la boca oscura de una chimenea peleada a muerte con la perpendicular. Y como es de rigor, desde su puerta, flanqueada por dos ventanas adornadas por vidrios de colores a los que un sol amarillo rabioso tomaba deslumbrantes, partía un camino sinuoso bordeado de flores de color inenarrable que descendía hasta morir al borde del papel. Verdaderamente digna de figurar en sociales de El País. En el afiche, (una página de cuaderno puesta a lo ancho), el rancho figuraba antes que la casa. Lo recuerdo clarito; estaba orgulloso de mi engendro. Vanidad de artista; que le vas a hacer. Una roja flecha señalaba los ideales del progresismo. Partía del techo del rancho volando hacia la casa y con letras también rojas y mayúsculas decía, por si alguien no hubiera captado el mensaje: «Progresismo, de rancho a casa». Y la inversa, una flecha negra recorría el camino de la casa al rancho, por debajo, por supuesto. Y con letras también ominosamente negras informaba de las siniestras intenciones de los evolucionistas. Que, como lo habrán adivinado, eran condenar a quienes tenían maravillosas casas a vivir en ranchos miserables. Evidentemente, como dice Sanguinetti, Marxismo Leninismo subyacente. Cuando se realizaron las elecciones nunca pude entender por qué perdimos.
Parecerá increíble, pero entre los gurises que hasta ayer habían sido amigos, el amor propio exacerbado que al dividirse en bandos tomó forma colectiva, hizo que lo que tendría que ser un juego en que los participantes, la mayoría aún niños realizaran práctica de civismo, terminó en algo difícil de entender. Lo que no hace más que confirmar lo intolerante de la naturaleza humana. Aquí los sociólogos tienen campo para elaborar sesudas teorías Porque uno piensa; si no hay intereses ni posibilidad de ejercer el poder; tampoco choque de ideologías, sino simplemente el orgullo de ganar, como es posible ese cambio de actitud para con los hasta ayer compañeros de juegos. Entonces se entiende el porqué del comportamiento de los próceres de la política. Claro, en ellos además de satisfacer ese orgullo primario, el triunfo conlleva el afán de figuración, la ambición de poder, y el enriquecimiento rápido. Si a eso le agregás la impunidad que a sí mismos se han conferido y la credulidad ingenua de los que los vuelven a votar, te das cuenta porqué no quieren dejar de sacrificarse por la Patria. Son como algunos seudo escritores que no pueden dejar de pontificar cuando de política se trata. Es preferible entonces seguir con los recuerdos.
Periódicamente practicábamos, obligados, claro, ejercicios espirituales. Durante la Misa te descargaban encima toneladas de preceptos morales. Luego, en absoluto silencio, debías meditar sobre los mismos. Eso duraba aproximadamente una semana. Que me decís, ¡una semana sin hablar!. Confieso que mi alma no mejoró un ápice con tales ejercicios. Lo que sí, aumentaron mi capacidad de soñar despierto. Muy tempranito nos levantábamos para la misa, a la que ayudábamos por turno. Teníamos asignados bancos detrás del altar. Como era de estuco marmolado, en vez de atender el oficio divino, cada día, en los dibujos formados por las vetas descubría figuras fantásticas. Claro que con ese proceder estaba en pecado mortal; pero, la verdad, no me preocupaba demasiado. Lo que me encantaba, durante la instrucción religiosa, era la lectura de los evangelios. Hasta ahora. Como me encantaba y me encanta la figura luminosa de Jesús. No sé si será Dios, no lo creo. Pero merece serlo.
Mi fe empezó a debilitarse cuando veía las pequeñas rencillas entre los curas, la ambición de ascender de categoría jerárquica, el predicar la caridad y sacar en el aire a unos pobres tipos que venían a pedir no sé que cosa.
Y llegó Semana Santa. Si mí fe se había debilitado, ahora se pescó una anemia irreversible. Entrábamos a la iglesia a las siete de la mañana o antes, y no salíamos hasta las doce. Durante toda la semana. Llega un momento en que un gurí de diez años piensa que en vez de Cristo, sería mejor que se murieran los curas y el Obispo. Pero no para resucitar al tercer día. No, ¡NUNCA MÁS!.
Pero lo que realmente me desilusionó fue la actitud del Obispo. El Sábado de gloria había comunión colectiva, los fieles se arrodillaban en un reclinatorio que ocupaba todo el ancho de la nave central frente al altar, y el Obispo daba la comunión. En el primer grupo había una muchacha de media manga algo escotada y muy maquillada; no le ofreció la hostia; ella se quedó para la segunda tanda y la volvió a saltear. Entonces la pobre se fue. Los niños sienten muy hondo ciertas cosas. Yo pensé; si Jesús perdonó a la Magdalena, y dijo que valía más volver al redil a la oveja descarriada que apacentar al rebaño que no necesita cuidado, ¿por qué no dio la comunión a esa mujer?. Y me acordé que papá decía del cura del pueblo, que era la hipocresía con sotana. Sepulcros blanqueados, como dijo Jesús de los fariseos. Evidentemente, no nací para la vida monástica.
Tuvimos una epidemia de gripe de la que no se salvó casi nadie; nuestro dormitorio era colectivo, en el subsuelo del palacio episcopal. Un compañero de los mayores, (ya tenía barba incipiente) era algo parecido a papá. Acostado, sudoroso, con los ojos cerrados, en determinado momento se transfiguró. Para mí, claro. Y me dije: papá muerto.
Al día siguiente me vino a buscar el P. Domingo. «Vení que Mons. Camacho quiere hablar contigo.» «Tu papá está muy enfermo,» me dijo el Obispo cuando llegué. Yo me puse a llorar. «No está enfermo, papá murió»
Fue la primera de dos experiencias de ese tipo. Las únicas de mi vida.
Creo que mi padre pensó, en el momento de su muerte, tan intensamente en mí, que me llegó en esa forma su mensaje.
Ya no aguantaba más el régimen del Seminario ni la nostalgia del pueblo. Pedí para irme, pero necesitaban futuros ministros del Señor y no me dejaban. Entonces elaboré un plan maquiavélico. Empecé a papar moscas en vez de estudiar, me puse pendenciero , y un día, horror, en plena clase, le tiré la selecta, (era un libro de oraciones en latín que había que traducir al castellano), por la cabeza a un compañero.
Ahí se dieron cuenta que el Demonio me tenía en sus garras; por lo que me llamaron para comunicarme que no era digno del Sagrado Ministerio. De modo que podía liar mis petates y volver a mi pueblo . Lo que hice con el mayor placer.
Pasado el tiempo, sinceramente agradezco a la suerte mi pasaje por ese lugar que me dio, aunque en forma elemental, los conocimientos que luego me ayudaron a andar por los caminos, maravillosos caminos de la vida. Y a quienes me los dieron, muchos de ellos tan buenos sacerdotes como excelentes personas.
Y a vivir una nueva experiencia. Fuimos en un Ford A, en ese entonces un milagro de la tecnología. La carretera, (es un decir), era de balasto. Diciembre, un calor que ya te digo; los arroyos estaban bajos. Cada vez que atravesábamos uno, parábamos para refrescar las cubiertas.
Y llegamos. Me quedé impresionado. Fuimos al Palacio episcopal, frente a la plaza junto al Seminario. Los techos me parecían bajos comparados con los que conocía. Además, lisos; (en el pueblo eran de tirantería). Luz eléctrica y no se veían los cables. No lo podía creer. En el baño tirabas la cadena y ¡cataplúm!, una catarata; abrías la canilla y toda el agua que quisieras. En Bella Unión sacaban el agua del río en un barril enorme sobre un carro, y el aguatero lo vendía a vintén la lata de 20 litros. En casa habían dos barriles de lo que sacábamos lo necesario. No teníamos aljibe; éramos pobres. No había otra agua. La mineral, como la malta, solo en caso de enfermedad.
El hielo venía en ferrocarril de Salto y costaba 10 cénts. el quilo; prohibitivo. Llegaba en cajones cubierto de serrín como conservador. Un lujo solo al alcance de los ricos. Que no eran muchos.
Con agua del río nos lavábamos, se cocinaba, nos bañábamos calentándola en invierno en una olla, y yo me hacía unos refrescos de película con vinagre y azúcar. Tibio y todo vaya si lo disfrutaba. El que no conoce lo mejor, es feliz con lo que considera bueno. Aquí en Salto las cosas eran distintas, ya empezaban las comodidades a imponerse . El proceso era lento pues los medios de comunicación estaban en pañales.
Deslumbrado por tanta maravilla, (para mí todo aquello era fantástico), me fui a la ventana a mirar la calle y vi pasar un tranvía de caballitos. ¡Pah, lo que es el progreso.!
Esa noche lloré muchísimo. Había un cura español, el padre Domingo, al que recuerdo con gran cariño. Me ayudó a sobrellevar la tristeza. Fue muy tierno y me habló con gran calidad y calidez.
Y al día siguiente, al sitio donde estaban pasando las vacaciones. Llegué en ese período. Era una quinta preciosa de un Sr. Siemens, que tenía plata a carradas. La prestaba al Seminario durante todo el período. (La quinta, no la plata). Se me hace que tendría muchas cuentas que arreglar con Dios.
Y caí en un mundo de maravilla. Había meccanos con los que se armaban cantidad de cosas, se jugaba al truco y al mus, pelota de mano, fútbol, etc.
Al atardecer llegaba la hora del rosario. Mientras se rezaba, caminábamos por un sendero que discurría por entre árboles frondosos, cuyas copas se juntaban formando un túnel verde y sombrío, al que macizos de flores que salpicaban sus bordes, regalaban un perfume suave e indefinido. De esas flores solo recuerdo los colores; no recuerdo lo que eran. Se rezaba caminando lentamente. A la cuarta o quinta Ave María, ya estaba enterado de sobra que era Llena de gracia y que el Señor era con Ella, además de ser Bendita entre todas las mujeres como Bendito era el fruto de su vientre. Así que mi pensamiento, mientras repetía mecánicamente la oración, volaba hasta el pueblo, a Lola, mi padre y Elba a los que ya extrañaba.
Pero a pesar de todo, no sé si la oración o el lento caminar entre los árboles, me dejaban una sensación de tranquilidad. Al recordarlo pienso que esa tranquilidad es lo que de grandes llamamos paz interior. Como dijo aquel Señor en el sermón de la montaña, bienaventurados aquellos capaces de conquistarla. A lo mejor no lo dijo. Pero si no lo hizo fue porque se olvidó.
Pero lo mejor era el paseo diario después de la siesta al arroyo San Antonio. A bañarnos y pescar mojarras; a veces hasta algún bagre. Era un arroyo pequeño, pero con algunas lagunas hermosas. Recuerdo una placa en sus cercanías, recordaba a Garibaldi. Ese señor por lo visto era omnipresente. Vi monumentos y plazas con su nombre en Brasil, Méjico, Italia y acá. Creo que anduvo también por otros lados; en diligencia y barcos a vela. El San Antonio mantenía, no sé si aún hoy lo hará, un tupido monte criollo en sus orillas. Me dieron una malla; para regresar nos cambiábamos en el monte; por supuesto que bien escondidos para no mostrar las vergüenzas.
Mientras envolvía el mojarrero, puse la malla en un remanso. Y la olvidé. Que milagro; la cosa no es de ahora. Suerte que no llovió; llegamos, y ahí estaba, tal como la había dejado sujeta a un sarandí.
Hasta que se acabó el dulce y empezaron las clases. Eran jesuitas. Había clases todo el día, con pequeños recreos. A la hora de comer, silencio absoluto; para pedir la sal o el pan, había que hacerlo en secreto. Solo se oía la voz del lector de turno Casi siempre eran relatos edificantes, pero también de aventuras. Recuerdo cuando le tocó el turno a Ivanhoe; en los recreos éramos todos caballeros andantes.
Si seríamos simples los gurises de aquel tiempo. Una vez, no sé porque razón hubo una fiesta con piñata incluida. Para mí una novedad; en mi vida había visto una. Cuando un afortunado la rompió, a agarrar lo que pudiéramos. Había unos triángulos de queso tentadores; le clavé el diente, y era jabón; creo que fui el único en caer. Tenía diez años largos; jamás había probado un helado. Cuando me ofrecieron uno en una copa, saqué una cucharada y lo mastiqué. Me dolieron los dientes hasta la raíz. No sabía lo que era una masa de confitería. En el pueblo le llamábamos masitas a las galletitas Numancia; las únicas que conocíamos además de las María, por supuesto. Los refinamientos aún no habían llegado a aquellos pagos. Sin embargo, a pesar de los helados, sándwichs y postres Chajá, me seguían gustando el arroz con leche con canela y la mazamorra con vino y azúcar. Y no te digo nada del puré de higos. Que también.
Cuando había un evento deportivo, los Domingos, claro, íbamos acompañados de los curas a presenciarlos. Una vez, entre varias pruebas hubo una competencia ciclística donde ganaba el más lento. Lo hizo uno que se mantenía prácticamente parado sobre la bicicleta. Un hombre me preguntó por el ganador y se lo señalé. Resultado: una semana sin postre como castigo por hablar con extraños. No lo podía entender. Otro de los motivos para desear volver al pago.
Mientras busco en mi memoria recuerdos de aquellos tiempos del Seminario, pienso que tal vez el deseo de volver al pueblo querido me haya impedido, salvo en un par de ocasiones, sentirlos lo suficientemente hondos como para guardarlos en algún rincón del alma. Pero algunos quedaron. Uno, que tiene que ver con la naturaleza humana. Ya verán porque lo digo. Para desarrollar la capacidad de liderazgo así como la práctica de la democracia, se llevó a cabo una interesante experiencia. Solo a jesuitas pudo ocurrírseles. No creo que otra congregación hubiera puesto en práctica una cosa así. Se creó la República del Seminario, cuyo gobierno se disputaban dos partidos políticos. Los nombres, al recordarlos, también llaman mi atención. Progresismo y Evolucionismo. Claro que este evolucionismo nada tenía que ver con la teoría Darwiniana. Pero de cualquier manera es extraño no buscaran otro nombre. Yo me anoté en el progresista. Que me decís; sin saberlo, me estaba entrenando para el Encuentro.
Al principio todo bien; afiches, discursos por los más grandes, promesas de competencias deportivas y paseos más seguidos, etc. Cada agrupación tenía asignada una habitación que oficiaba de sede partidaria. En mi entusiasmo por la causa puse a su servicio mi brillante inventiva. Dibujé, con mi habilidad legendaria, un rancho y una casa. El rancho ni quieran saberlo. La imagen de la desolación y desesperada desesperanza, si me permiten la desesperada redundancia. Torcido, vencido por el abandono y la miseria, el techo desflecado, las paredes sin lugar para una grieta más, y los postes raquíticos del cerco derrumbados, sin el consuelo de un desgraciado pasto a su alrededor. De árboles, ni hablar. Solo quedaba un ex árbol, con las ramas resecas y deformadas como manos de bruja, que apuntaban a un montón de huesos dispersos rodeando una calavera que podía ser de perro, caballo, vaca o ex dueño del rancho; andá a saber. La fantástica maestría del dibujo daba para imaginar cualquier cosa. No van a negar que la sensación de miseria era realmente algo capaz de llevar al azorado observador al suicidio.
La casa, en cambio, tenía pretensiones de palacio. Con árboles de tronco marrón y copas frondosas de un verde delirante, pájaros entre las nubes, más grandes los pájaros que las nubes, y una espiral de humo que como un resorte subía al infinito surgiendo de la boca oscura de una chimenea peleada a muerte con la perpendicular. Y como es de rigor, desde su puerta, flanqueada por dos ventanas adornadas por vidrios de colores a los que un sol amarillo rabioso tomaba deslumbrantes, partía un camino sinuoso bordeado de flores de color inenarrable que descendía hasta morir al borde del papel. Verdaderamente digna de figurar en sociales de El País. En el afiche, (una página de cuaderno puesta a lo ancho), el rancho figuraba antes que la casa. Lo recuerdo clarito; estaba orgulloso de mi engendro. Vanidad de artista; que le vas a hacer. Una roja flecha señalaba los ideales del progresismo. Partía del techo del rancho volando hacia la casa y con letras también rojas y mayúsculas decía, por si alguien no hubiera captado el mensaje: «Progresismo, de rancho a casa». Y la inversa, una flecha negra recorría el camino de la casa al rancho, por debajo, por supuesto. Y con letras también ominosamente negras informaba de las siniestras intenciones de los evolucionistas. Que, como lo habrán adivinado, eran condenar a quienes tenían maravillosas casas a vivir en ranchos miserables. Evidentemente, como dice Sanguinetti, Marxismo Leninismo subyacente. Cuando se realizaron las elecciones nunca pude entender por qué perdimos.
Parecerá increíble, pero entre los gurises que hasta ayer habían sido amigos, el amor propio exacerbado que al dividirse en bandos tomó forma colectiva, hizo que lo que tendría que ser un juego en que los participantes, la mayoría aún niños realizaran práctica de civismo, terminó en algo difícil de entender. Lo que no hace más que confirmar lo intolerante de la naturaleza humana. Aquí los sociólogos tienen campo para elaborar sesudas teorías Porque uno piensa; si no hay intereses ni posibilidad de ejercer el poder; tampoco choque de ideologías, sino simplemente el orgullo de ganar, como es posible ese cambio de actitud para con los hasta ayer compañeros de juegos. Entonces se entiende el porqué del comportamiento de los próceres de la política. Claro, en ellos además de satisfacer ese orgullo primario, el triunfo conlleva el afán de figuración, la ambición de poder, y el enriquecimiento rápido. Si a eso le agregás la impunidad que a sí mismos se han conferido y la credulidad ingenua de los que los vuelven a votar, te das cuenta porqué no quieren dejar de sacrificarse por la Patria. Son como algunos seudo escritores que no pueden dejar de pontificar cuando de política se trata. Es preferible entonces seguir con los recuerdos.
Periódicamente practicábamos, obligados, claro, ejercicios espirituales. Durante la Misa te descargaban encima toneladas de preceptos morales. Luego, en absoluto silencio, debías meditar sobre los mismos. Eso duraba aproximadamente una semana. Que me decís, ¡una semana sin hablar!. Confieso que mi alma no mejoró un ápice con tales ejercicios. Lo que sí, aumentaron mi capacidad de soñar despierto. Muy tempranito nos levantábamos para la misa, a la que ayudábamos por turno. Teníamos asignados bancos detrás del altar. Como era de estuco marmolado, en vez de atender el oficio divino, cada día, en los dibujos formados por las vetas descubría figuras fantásticas. Claro que con ese proceder estaba en pecado mortal; pero, la verdad, no me preocupaba demasiado. Lo que me encantaba, durante la instrucción religiosa, era la lectura de los evangelios. Hasta ahora. Como me encantaba y me encanta la figura luminosa de Jesús. No sé si será Dios, no lo creo. Pero merece serlo.
Mi fe empezó a debilitarse cuando veía las pequeñas rencillas entre los curas, la ambición de ascender de categoría jerárquica, el predicar la caridad y sacar en el aire a unos pobres tipos que venían a pedir no sé que cosa.
Y llegó Semana Santa. Si mí fe se había debilitado, ahora se pescó una anemia irreversible. Entrábamos a la iglesia a las siete de la mañana o antes, y no salíamos hasta las doce. Durante toda la semana. Llega un momento en que un gurí de diez años piensa que en vez de Cristo, sería mejor que se murieran los curas y el Obispo. Pero no para resucitar al tercer día. No, ¡NUNCA MÁS!.
Pero lo que realmente me desilusionó fue la actitud del Obispo. El Sábado de gloria había comunión colectiva, los fieles se arrodillaban en un reclinatorio que ocupaba todo el ancho de la nave central frente al altar, y el Obispo daba la comunión. En el primer grupo había una muchacha de media manga algo escotada y muy maquillada; no le ofreció la hostia; ella se quedó para la segunda tanda y la volvió a saltear. Entonces la pobre se fue. Los niños sienten muy hondo ciertas cosas. Yo pensé; si Jesús perdonó a la Magdalena, y dijo que valía más volver al redil a la oveja descarriada que apacentar al rebaño que no necesita cuidado, ¿por qué no dio la comunión a esa mujer?. Y me acordé que papá decía del cura del pueblo, que era la hipocresía con sotana. Sepulcros blanqueados, como dijo Jesús de los fariseos. Evidentemente, no nací para la vida monástica.
Tuvimos una epidemia de gripe de la que no se salvó casi nadie; nuestro dormitorio era colectivo, en el subsuelo del palacio episcopal. Un compañero de los mayores, (ya tenía barba incipiente) era algo parecido a papá. Acostado, sudoroso, con los ojos cerrados, en determinado momento se transfiguró. Para mí, claro. Y me dije: papá muerto.
Al día siguiente me vino a buscar el P. Domingo. «Vení que Mons. Camacho quiere hablar contigo.» «Tu papá está muy enfermo,» me dijo el Obispo cuando llegué. Yo me puse a llorar. «No está enfermo, papá murió»
Fue la primera de dos experiencias de ese tipo. Las únicas de mi vida.
Creo que mi padre pensó, en el momento de su muerte, tan intensamente en mí, que me llegó en esa forma su mensaje.
Ya no aguantaba más el régimen del Seminario ni la nostalgia del pueblo. Pedí para irme, pero necesitaban futuros ministros del Señor y no me dejaban. Entonces elaboré un plan maquiavélico. Empecé a papar moscas en vez de estudiar, me puse pendenciero , y un día, horror, en plena clase, le tiré la selecta, (era un libro de oraciones en latín que había que traducir al castellano), por la cabeza a un compañero.
Ahí se dieron cuenta que el Demonio me tenía en sus garras; por lo que me llamaron para comunicarme que no era digno del Sagrado Ministerio. De modo que podía liar mis petates y volver a mi pueblo . Lo que hice con el mayor placer.
Pasado el tiempo, sinceramente agradezco a la suerte mi pasaje por ese lugar que me dio, aunque en forma elemental, los conocimientos que luego me ayudaron a andar por los caminos, maravillosos caminos de la vida. Y a quienes me los dieron, muchos de ellos tan buenos sacerdotes como excelentes personas.
UNA VISIÓN DE MAMÁ
Dejé para el final la más hermosa de las emociones vividas durante mi estadía en Salto. Tiene que ver con la imagen luminosa de la Virgen y el Niño.
El ocho de Diciembre es el día de la Inmaculada Concepción. Donde hoy es la Regional Norte de la Universidad, estaba la casa en que se desarrollaban las actividades del Seminario. Como casi todas las de esa época, la casa tenía un patio con magnolias. A estas servían de marco una sucesión de columnas de hierro que sostenían el alero del corredor. Bajo ese alero, entre dos macetas blancas llenas de flores, descansaba un cuadro con una imagen en tamaño natural de la Virgen con el Niño en brazos. A nosotros nos dieron a cada uno una brazada de flores, todas blancas, para llevarlas como ofrenda y depositarlas a los pies de la imagen. Era un día maravilloso de Diciembre. Recuerdo el cántico. «Venid y vamos todos con flores a porfía; con flores a María, que madre nuestra es». Yo llevaba azucenas; un compañero a mi lado nardos. Era un perfume mareante, al que asocio siempre con aquella imagen. Cuando nos acercamos a dejar las flores a los pies de la Virgen, la vi envuelta en luz. No fue una visión mística; sentí el deseo de reclinar mi cabeza de niño en su regazo para que me acariciara. Tampoco creo que Freud y sus teorías tengan nada que ver con eso. Me lo expliqué cuando ya grande, leí la partida de defunción de mamá. Murió a los treinta y seis años de tuberculosis pulmonar, la enfermedad de la época. Por eso en los borrosos recuerdos que de ella tengo, siempre estaba en la reposera; nunca me veo en sus brazos. Me imagino la angustia de la pobrecita, a la que estaba vedado el darme el pecho, besarme o acariciarme. Estoy seguro que esa es la explicación. En ese momento especial, nimbada de luz y rodeada de cánticos y flores encontré una mamá glorificada.
El ocho de Diciembre es el día de la Inmaculada Concepción. Donde hoy es la Regional Norte de la Universidad, estaba la casa en que se desarrollaban las actividades del Seminario. Como casi todas las de esa época, la casa tenía un patio con magnolias. A estas servían de marco una sucesión de columnas de hierro que sostenían el alero del corredor. Bajo ese alero, entre dos macetas blancas llenas de flores, descansaba un cuadro con una imagen en tamaño natural de la Virgen con el Niño en brazos. A nosotros nos dieron a cada uno una brazada de flores, todas blancas, para llevarlas como ofrenda y depositarlas a los pies de la imagen. Era un día maravilloso de Diciembre. Recuerdo el cántico. «Venid y vamos todos con flores a porfía; con flores a María, que madre nuestra es». Yo llevaba azucenas; un compañero a mi lado nardos. Era un perfume mareante, al que asocio siempre con aquella imagen. Cuando nos acercamos a dejar las flores a los pies de la Virgen, la vi envuelta en luz. No fue una visión mística; sentí el deseo de reclinar mi cabeza de niño en su regazo para que me acariciara. Tampoco creo que Freud y sus teorías tengan nada que ver con eso. Me lo expliqué cuando ya grande, leí la partida de defunción de mamá. Murió a los treinta y seis años de tuberculosis pulmonar, la enfermedad de la época. Por eso en los borrosos recuerdos que de ella tengo, siempre estaba en la reposera; nunca me veo en sus brazos. Me imagino la angustia de la pobrecita, a la que estaba vedado el darme el pecho, besarme o acariciarme. Estoy seguro que esa es la explicación. En ese momento especial, nimbada de luz y rodeada de cánticos y flores encontré una mamá glorificada.
DE VUELTA AL PUEBLO
De vuelta al pueblo. Esta vez en ferrocarril. Mi ansiedad por llegar, ponía música en el rítmico traqueteo de los vagones. Luego la llegada a la vieja estación, donde muy chiquito vi mi primer tren. Entonces me pareció un monstruo que resoplaba, escupía humo y se te venía encima. Flor de susto. Ahora en cambio, el que llegaba era un veterano y experimentado viajero.
Y otra vez en el viejo y añorado pueblo. Al día siguiente le pedí a Adela para ir hasta el río. Me sorprendió que me dijera de entrada que sí. Por eso me acuerdo. El Seminario me había acostumbrado a los no. Y allá me fui, a ver el puertito, y río arriba la desembocadura del Cuareim, que al volcarse en el río padre lo ensancha transformándolo, para quien lo mira a la distancia, en un enorme espejo brillando al sol. Y del otro lado, iluminada por ese sol que salpicaba la corriente rumorosa del viejo Uruguay con chispas deslumbrantes, la costa argentina. La misma costa frente a la que habíamos ido en manifestación a babosear a los correntinos cuando les ganamos el mundial del treinta. Ese día estaba todo el mundo en el comercio de Porta. Había creo solo dos radios con parlantes en todo el pueblo. Terminado el partido, al puerto con banderas, cornetas y banda de música. Que malditos. No se veía un solo correntino. Monte Caseros estaba muerto. Eso había sido dos años atrás.
Y otra vez en el viejo y añorado pueblo. Al día siguiente le pedí a Adela para ir hasta el río. Me sorprendió que me dijera de entrada que sí. Por eso me acuerdo. El Seminario me había acostumbrado a los no. Y allá me fui, a ver el puertito, y río arriba la desembocadura del Cuareim, que al volcarse en el río padre lo ensancha transformándolo, para quien lo mira a la distancia, en un enorme espejo brillando al sol. Y del otro lado, iluminada por ese sol que salpicaba la corriente rumorosa del viejo Uruguay con chispas deslumbrantes, la costa argentina. La misma costa frente a la que habíamos ido en manifestación a babosear a los correntinos cuando les ganamos el mundial del treinta. Ese día estaba todo el mundo en el comercio de Porta. Había creo solo dos radios con parlantes en todo el pueblo. Terminado el partido, al puerto con banderas, cornetas y banda de música. Que malditos. No se veía un solo correntino. Monte Caseros estaba muerto. Eso había sido dos años atrás.
LOS FRUSTO
Adela había resuelto ir a Montevideo; la China estaba casada, Lola en un colegio, así que ya no tenía sentido quedarse en el pueblo. Pero hasta el momento de irnos, en lo de Porta no había comodidad para mí; de modo que fui a pasar el tiempo en una colonia agrícola, a pocos quilómetros del pueblo. Eran unos amigos de Adela, los Frusto. Se dedicaban a la siembra en gran escala de trigo, maíz, lino y algo de tabaco. Fui en una volanta tirada por dos enormes caballos percherones, de patas peludas y pecho y grupa formidables. Esos mismos, pero en grupos de ocho, araban al trote largo con un arado de seis rejas. Cuando lo hacían, bandadas de pájaros, tordos especialmente, se hacían una fiesta de lombrices e isocas. Las casas eran ranchos de barro y paja, pero muy bien hechos, blanqueados a la cal y rodeados de álamos y paraísos. Al llegar, era todo un espectáculo ver las gallinas que por decenas llenaban el campo de manchas multicolores. Por la tarde les daban trigo o maíz; dormían sobre los árboles. No había gallineros. Ponían en el galpón donde se guardaban el grano y la trilladora, o en el campo al pie de algún cardo, para aparecer después con una patota de pollitos de tiro.
Como las distancias eran muy grandes, a la hora de almorzar, como aviso, ponían una bandera anaranjada en un palo alto. Salían al campo muy temprano.
Después del ordeñe les llevaba a caballo el desayuno, en una lata de las de aceite de dos litros. Mate cocido con leche y pan casero; cuando la había, manteca casera salada. Se hacía el jabón con grasa y un producto que venía en latas redondas; Ea, creo se llamaba. En tachos enormes se derretía la grasa, le agregaban el producto, y a revolver. Cuando estaba pronto, a enfriar y cortar en panes. Era negro. Otra que detergente, jabón en polvo y champú.
Una tarde cayeron vecinos de visita; con gurises, por supuesto. Armamos una cacería de mulitas. Perros, palos por si había víboras, y vamo arriba. Ni una. Entonces nos fuimos al río, en la desembocadura del Itacumbú. Un escándalo de perros, todos alrededor de un timbó; es uno de los mayores árboles de nuestros montes. En la bifurcación del tronco, agazapado, bufándole a los perros, lo que creímos era un gato montés. Era un yaguareté. Amarillo con manchas oscuras, el doble de tamaño que un gato casero. Un brasilerito, que era el más grande del grupo, se fue hasta la casa a buscar la escopeta. Nosotros quedamos con palos cuidando que no se escapara. Ja, cada vez que se movía, era el desparramo de gurises. Pero los perros no lo descuidaban.
Hasta que escuchamos el galope del caballo con el cazador armado. No me olvidaré nunca; el gurí apuntando, el yaguareté agitando la cola nerviosamente, y nosotros con la emoción y el miedo. ¿E si erro? Le temblaba la escopeta. Creo que rezábamos para que no errara. No erró. El pobre animalito empezó a resbalar por el tronco, con el temblor de la muerte. Cuando cayó, tuvimos que sacárselo a los perros. Era un soberbio bicho. Lo cuerearon y curtieron la piel. Se la regalamos a Mercedes, la muchacha de la casa, a la que acompañaba al río a lavar la ropa, y con quien nos bañábamos en una preciosa playita. No piensen mal; ella tenía veinte años, y yo era un niño seminarista. Ergo, virtuoso.
Una noche llegó gente del pueblo. Una barra de amigos, a pescar y comer un asado a la orilla del río. Era una de esas noches como solo se dan en el norte. El aire quieto, algún bichito de luz titilando entre los árboles, y el murmullo del río que a esa altura estaba cada tanto cortado por cachoeiras, cachueras les decíamos nosotros. Son piedras que lo atraviesan a flor de agua. En las bajantes grandes, casi se puede pasar a pie hasta la orilla argentina. Llevaron acordeón y guitarra. Para hacer el asado, un cordero, cortaron una rama, le hicieron punta, le ataron dos transversales, y quedó pronto el asador. Tenían dos faroles a queroseno que daban una lucecita mortecina. Cuando prendieron el fuego, según se avivaba o disminuía, alargaba o empequeñecía las sombras, y teñía de colores cambiantes las caras de la gente. Era realmente impresionante.
Habían colocado un espinel. Es una cuerda larga con una sucesión de anzuelos. (Aquí le llaman palangre) Me llevaron a recogerlo en un bote a remo. Inolvidable. El río enorme, brillando a la luz mágica de la luna como metal líquido; el olor indefinible, propio de los cursos de agua con monte en sus orillas, y ese monte envuelto en su propia sombra, que para la imaginación de un niño fantasioso escondía quien sabe que misterios.
Muchos años después, cuando caminaba por los patios encantados de la Alhambra reviví esa noche. Tal vez la magia del momento, hizo que asociara las dos emociones.
Como las distancias eran muy grandes, a la hora de almorzar, como aviso, ponían una bandera anaranjada en un palo alto. Salían al campo muy temprano.
Después del ordeñe les llevaba a caballo el desayuno, en una lata de las de aceite de dos litros. Mate cocido con leche y pan casero; cuando la había, manteca casera salada. Se hacía el jabón con grasa y un producto que venía en latas redondas; Ea, creo se llamaba. En tachos enormes se derretía la grasa, le agregaban el producto, y a revolver. Cuando estaba pronto, a enfriar y cortar en panes. Era negro. Otra que detergente, jabón en polvo y champú.
Una tarde cayeron vecinos de visita; con gurises, por supuesto. Armamos una cacería de mulitas. Perros, palos por si había víboras, y vamo arriba. Ni una. Entonces nos fuimos al río, en la desembocadura del Itacumbú. Un escándalo de perros, todos alrededor de un timbó; es uno de los mayores árboles de nuestros montes. En la bifurcación del tronco, agazapado, bufándole a los perros, lo que creímos era un gato montés. Era un yaguareté. Amarillo con manchas oscuras, el doble de tamaño que un gato casero. Un brasilerito, que era el más grande del grupo, se fue hasta la casa a buscar la escopeta. Nosotros quedamos con palos cuidando que no se escapara. Ja, cada vez que se movía, era el desparramo de gurises. Pero los perros no lo descuidaban.
Hasta que escuchamos el galope del caballo con el cazador armado. No me olvidaré nunca; el gurí apuntando, el yaguareté agitando la cola nerviosamente, y nosotros con la emoción y el miedo. ¿E si erro? Le temblaba la escopeta. Creo que rezábamos para que no errara. No erró. El pobre animalito empezó a resbalar por el tronco, con el temblor de la muerte. Cuando cayó, tuvimos que sacárselo a los perros. Era un soberbio bicho. Lo cuerearon y curtieron la piel. Se la regalamos a Mercedes, la muchacha de la casa, a la que acompañaba al río a lavar la ropa, y con quien nos bañábamos en una preciosa playita. No piensen mal; ella tenía veinte años, y yo era un niño seminarista. Ergo, virtuoso.
Una noche llegó gente del pueblo. Una barra de amigos, a pescar y comer un asado a la orilla del río. Era una de esas noches como solo se dan en el norte. El aire quieto, algún bichito de luz titilando entre los árboles, y el murmullo del río que a esa altura estaba cada tanto cortado por cachoeiras, cachueras les decíamos nosotros. Son piedras que lo atraviesan a flor de agua. En las bajantes grandes, casi se puede pasar a pie hasta la orilla argentina. Llevaron acordeón y guitarra. Para hacer el asado, un cordero, cortaron una rama, le hicieron punta, le ataron dos transversales, y quedó pronto el asador. Tenían dos faroles a queroseno que daban una lucecita mortecina. Cuando prendieron el fuego, según se avivaba o disminuía, alargaba o empequeñecía las sombras, y teñía de colores cambiantes las caras de la gente. Era realmente impresionante.
Habían colocado un espinel. Es una cuerda larga con una sucesión de anzuelos. (Aquí le llaman palangre) Me llevaron a recogerlo en un bote a remo. Inolvidable. El río enorme, brillando a la luz mágica de la luna como metal líquido; el olor indefinible, propio de los cursos de agua con monte en sus orillas, y ese monte envuelto en su propia sombra, que para la imaginación de un niño fantasioso escondía quien sabe que misterios.
Muchos años después, cuando caminaba por los patios encantados de la Alhambra reviví esa noche. Tal vez la magia del momento, hizo que asociara las dos emociones.
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